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Tórtola de Valencia

Tórtola de Valencia La musa del “jabón” que enamoró a los poetas


Tórtola Valencia se hizo popular gracias a su imagen en productos de cosmética, pero fue musa de artistas y poetas en los primeros años del siglo XX, entre ellos Pío Baroja y Valle-Inclán. Su biografía, como cuenta en este artículo María Pilar Queralt del Hierro, autora de un libro sobre la bailarina sevillana, está llena de secretos, como su homosexualidad.

Tórtola Valencia había iniciado su carrera en Londres como una componente más de la inmensa pléyade de artistas que, en la Europa fin de siècle, militaba en las filas de las varietés. No obstante, su talante refinado y culto y su voluntad por hacerse con un estilo propio, pronto la apartaron de otras profesionales como la Bella Otero o Cléo de Merode y su nombre, convertido en fuente de inspiración de pintores y poetas, se unió al de sus más ilustres coetáneas y colegas: Isadora Duncan y Ana Pavlova.

Bautizada por Rubén Darío como la "bailarina de los pies desnudos", su carrera se desarrolló entre 1908 y 1930, cuando el mundo de la danza se rendía ante el genio de Isadora Duncan y la magia única de los Ballets Russes de Serguei Diáguilev. Sería imposible entender sus pretendidas danzas exóticas o los movimientos rítmicos y sensuales de sus pies descalzos sin aquella Europa colorista, artificiosa y decadente de las primeras décadas del siglo XX.

Contradictoria, enigmática y libre, Carmen Tórtola Valencia nunca reveló demasiados datos sobre sus orígenes o su intimidad. Se sabe que nació en el sevillano barrio de Triana el 12 de junio de 1885 del matrimonio formado por Lorenzo Tórtola y Georgina Valencia, una pareja humilde de origen catalán. Lo cierto es que su nacimiento está lleno de incógnitas a las que ella misma contribuyó con continuas fantasías que tan pronto la convertían en una humilde gitana, como en la hija ilegítima de un sacerdote o de un grande de España. A los 3 años viajó con sus padres a Londres, posiblemente huyendo del cólera que se cernía sobre la Península y cuando, en 1889, éstos emigraron a Oaxaca (México), ella permaneció en la capital británica con una familia de la alta burguesía londinense que le procuraró una completa formación. Aprendió seis lenguas así como música, danza, y dibujo.

La muerte de su tutor en 1906 la dejó en la más absoluta ruina. Tórtola contempló sus posibilidades y decidió que, puesto que la opción de contraer un matrimonio de interés coartaba su libertad, no le quedaba más remedio que vivir de lo único que sabía hacer: bailar. Poco después, en 1908, debutó en el Gaiety Theater de Londres con el musical Havana, donde se presentó como la Bella Valencia. Por entonces, era una jovencita de cara redonda y formas opulentas, que no dudaba en explotar sus orígenes españoles en números falsamente folclóricos.

No tardó en destacar y, un año después, llevó a cabo su primera gira europea, que se inició en Viena y concluyó en el Folies Bergère de París. Su paso por la capital francesa fue definitivo. Allí tuvo ocasión de asistir a la actuación de Loïe Fuller e Isadora Duncan, y ello cambió definitivamente su forma de hacer sobre el escenario. Poco a poco comenzó a crear sus propias coreografías que pintaba con tintes orientalistas y adornaba de pinceladas costumbristas. Una excelente combinación que la llevó a convertirse en la artista sensual y mística, exótica e innovadora, que cautivó al universo intelectual europeo y americano entre 1910 y 1930.

Sus triunfales tournées en los escenarios europeos llamaron la atención de los empresarios españoles y el 2 de diciembre de 1911 debutó en el teatro Romea de Madrid. No era ni el lugar ni el momento adecuado. Allí se vio obligada a compartir cartel con otros artistas de variedades asiduos del local que ya contaban con un público fiel y poco amante de innovaciones. El fracaso fue estrepitoso y Tórtola decidió poner tierra de por medio. Por entonces ya se relacionaba con los círculos intelectuales y artísticos de la capital y fueron ellos quienes, decididos a no hurtar al público español una artista de su categoría, insistieron hasta conseguir que dos años después se presentara en el Ateneo de Madrid —apoyada por nombres tan ilustres como Valle Inclán, Pío Baroja, Rubén Darío o Ignacio Zuloaga—, donde su éxito fue rotundo.

Desde entonces, Tórtola Valencia se erigió en musa indiscutible de intelectuales y artistas mientras conseguía el favor de un público cada vez más amplio. Las giras se sucedían y su popularidad llegó a cotas muy altas cuando, en 1915, hizo una corta incursión en el cine como protagonista de Pasionaria y Pacto de lágrimas. Es más, consiguió entrar en la mayoría de hogares españoles cuando prestó su imagen para la popular Maja que preside los envases de la línea homónima de la casa Myrurgia. Sólo la Gran Guerra pudo desplazarla de los escenarios europeos. Pero su nombre empezaba a ser conocido en Latinoamérica donde, con el tiempo, llegaría a ser un auténtico ídolo de masas. Tórtola Valencia vivió un largo idilio con los países del Cono Sur y allí, precisamente, conoció a quien iba a ser el gran amor de su vida.

Ambigua. Conocer la verdad sobre el mundo afectivo de Tórtola Valencia es prácticamente imposible. En este ámbito es donde queda más patente la dualidad entre Carmen y Tórtola, entre la mujer y el personaje público. Supo, como nadie, envolverse en un torbellino sofisticado y exquisito hecho de seda, diamantes y champagne que la convertía en un ser casi inaccesible. Se unía a ello un físico excepcional: esbelta, de piel muy blanca y cabello oscuro, facciones correctas y ojos de un inverosímil color verde oscuro, jugó a ser una mujer distante a medio camino entre la femme fatale y la mujer libre e independiente que auguraba el recién estrenado siglo XX.

Se rumoreó que había gozado de la admiración de diversos personajes de la aristocracia o el mundo intelectual entre los que se barajaron los nombres de D’Annunzio, el príncipe de Gales y Alfonso XIII, pero lo cierto es que sólo dos hombres se vinculan oficialmente a su biografía amorosa: Ignacio Zuloaga —quien pintó su más conocido retrato en 1912— y el marqués de Vinent. Al primero le conoció en 1911 en Madrid y es posible que entre ambos surgiera una historia de amor, pero el artista vasco estaba casado y no hay más testimonio de su relación que la de una larga y profunda amistad. Con Antonio de Hoyos , marqués de Vinent, los rumores fueron más allá y, en 1927, se publicó la noticia de un posible matrimonio entre ambos.

Se habían conocido en 1912 con ocasión de su debut en el Ateneo de Madrid y en su compañía había hecho varios viajes a España y al extranjero. Inteligente, esnob, libre y bien relacionado, era, sin duda, el compañero ideal para Tórtola pero, al año del anuncio de boda, llegó el desmentido. La razón de la ruptura la conocía todo Madrid: Antonio de Hoyos y Vinent era homosexual. La relación con Tórtola era una magnífica tapadera en unos tiempos que no se caracterizaban por el respeto a la condición sexual de los individuos.

Lo que se desconocía era que había otro motivo. Y se llamaba Ángeles Vila-Magret. Tenía 14 años menos que la bailarina y, desde que las presentó un amigo común, entre ambas se estableció una relación profunda e íntima en la que Ángeles se convirtió en la organizadora del mundo cotidiano de la diva y en la guardiana perfecta de su memoria.

Posiblemente para cubrir las apariencias, en 1942, Tórtola la adoptó legalmente como hija y a ella encomendó que, a su muerte, su legado fuera depositado, como así se hizo, en el Museo del Teatro, actual Institut del Teatre, de Barcelona. En 1928, poco después de conocerse, Tórtola escribió en la primera página de un álbum de autógrafos que regaló a su amiga: "Angelita: Para recoger sólo firmas de personas que valen la pena recorriendo mundo a mi lado". Y, realmente, así fue. Recorrieron el mundo, compartieron un verdadero hogar y, desde entonces, no se separaron jamás. En sus brazos y a causa de una insuficiencia cardíaca, murió Tórtola el 13 de marzo de 1955.

Llevaba 25 años retirada en su casa del barrio barcelonés de Sarriá, sin más aparición pública que una puntual entrevista radiofónica en 1943 que también recogió la prensa. Para justificar su retirada en pleno triunfo, aseguró que el motivo no era otro que una promesa cuando Ángeles enfermó gravemente en 1930. La realidad era muy distinta. Tórtola Valencia fue lo suficientemente inteligente como para retirarse a tiempo. La eclosión del Art-déco, el cine sonoro o las nuevas bailarinas que alejaban sus danzas de los gustos del público. Cierto que contaba con seguidores incondicionales, pero era consciente de que su arte era el de la curva sinuosa, el barroquismo en los tejidos, los brillos, los oropeles… Una estética que, definitivamente, había periclitado.

Refugiada en su casa de Barcelona, vivió su época más serena dedicada a la pintura y al coleccionismo, entre antigüedades, cuadros y álbumes de sellos, y el recuerdo omnipresente de su triunfo escénico. Culta, refinada, libre y ególatra. Prodigiosa en el escenario y celosa de su intimidad. Ésa fue Tórtola Valencia. Una de las mujeres más fascinantes de su tiempo.

* María Pilar Queralt del Hierro (Barcelona, 1951) es licenciada en Historia Moderna y Contemporánea y autora de numerosos libros.

Cuatro poesías inspiradas en sus movimientos


Iba en un paso rítmico y felino / a avances dulces, ágiles o rudos, / con algo de animal y de felino... / La bailarina de los pies desnudos / Su falda era la falda de las rosas, / en sus pechos había dos escudos... / constelada de casos y de cosas... / La bailarina de los pies desnudos. / Bajaban mil deleites de los senos / hacia la perla hundida del ombligo, / e iniciaban propósitos obscenos / azúcar de fresa y miel de higo. / A un lado de la silla gestatoria / estaban mis bufones y mis mudos... / ¡Y era toda Selene y Anactoria / la bailarina de los pies desnudos!

Ruben Darío, 1912

Las manos de Tórtola / Tus manos son cual dos palomas blancas / de tu hermosura en el radiante cielo / porque el poder de tus miradas francas / las detuvo en su vuelo. / Senderos son de gloria / tus dos brazos / y son tus manos / mágicas y bellas, / de esas dos cintas de sutiles lazos / dos broches de estrellas. / Son terribles, sagradas y piadosas: / con tus uñas clavadas en mi cuello / moriría, creyendo que dos rosas / con sus espinas fieras y celosas / señalaban mi muerte con el sello / de las muertes gloriosas.

Pío Baroja, 1914

Tiene al andar la gracia del felino, / es toda llena de profundos ecos, / anuncian sus corales y sus flecos / un sueño oriental de lo divino. / Los ojos negros, cálidos, astutos, / triste de ciencia antigua la sonrisa, / y la falda de flores una brisa / de índicos y sagrados institutos. / Cortó su mano en un jardín de Oriente / una manzana del árbol prohibido / y enroscada a sus senos la serpiente / devora la lujuria de un sentido sagrado / Mientras, en la tiniebla transparente / de sus ojos, la luz pone un silbido.

R. M. del Valle-Inclán, 1922

Un fuego de rubíes todo tu cuerpo inflama / diríase que sangre te corre por sudor... / La pasión de tus ojos ha encendido su llama / y toda tú te abrazas en un fuego de amor... / Si Salomé volviese de los infiernos rojos / (donde es flor de las llamas su ardiente corazón) al sentir en sus ojos el fuego de tus ojos / diría que el infierno está en tu corazón. / Y luego, cuando viese tu danza de los velos / sentiría el tormento del fuego de los celos / y en vez de la sangrienta cabeza de Johanan / ¡Pediría tu alma al Tetrarca Satán!

R. Gómez de la Serna, 1925

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