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A la sombra de las muchachas en flor



por Laura Ramos


Mujercitas, de Louise May Alcott, no dejó de ser expurgada, censurada, mal traducida y mal interpretada desde su aparición en 1868. La nueva edición en inglés (y la que Lumen publicará próximamente en castellano) incluirá, a modo de obsequio para fans, unas notas inéditas de la autora y un seguimiento de las sucesivas y fallidas ediciones que sin dudas alumbrarán nuevas interpretaciones. A la espera de esos regalos, esta nota reconstruye los entretelones y muestra qué se esconde detrás de ese libro con numerosas secuelas erigido en modelo para mujeres.
Una nueva pieza está a punto de ser colocada en su lugar dentro de ese bizarro museo de la pubertad y principal academia de la feminidad de todos los tiempos que es Mujercitas. Se trata de la edición en español, por vez primera, de la versión escrita en 1868 por Louise May Alcott, que incluye capítulos, fragmentos y textos del periódico del Pickiwck Club omitidos en las versiones oprobiosamente mutiladas y traducidas hasta ahora. Y, como si esto fuera poco, de la reciente exhumación de su gran thriller pornogótico, A Long Fatal Love Chase.
La hija del filósofo y reformador trascendentalista Bronson Alcott fue el producto de un experimento místico, vegetariano y psicodélico fermentado en una comunidad utópica rousseauniana bautizada Fruitlands. Nunca fue a una escuela y llevó la vida más nómada, excéntrica y luterana que una joven de la era victoriana haya conocido. El día de invierno de las cuatro niñas Alcott en Fruitlands, Concord, comenzaba con la concienzuda aplicación de baños fríos a las 5 de la mañana, continuaba con la deglución de avena a medio cocer por la tarde y culminaba con lecturas de Platón al atardecer. Los íntimos amigos de su padre, quienes los acogían en sus casas cuando no tenían dónde vivir, les donaban dinero, compartían las tertulias diarias y hasta condujeron el féretro de la joven Elizabeth (la Beth de Mujercitas) cuando murió, fueron los célebres escritores y filósofos Henry David Thoreau, Nathaniel Hawthorne y T. W. Emerson. De este poeta, además, estuvo enamorada Louise a los catorce años, luego de leer las Cartas a un niño de Goethe, que él mismo le prestó, según registró la chica en el diario íntimo que su padre le instaba a escribir todas las noches. En estos Diarios confesó, en un gesto completamente fuera de lugar y de tiempo, que “llevaba un espíritu de muchacho bajo mi delantal de costura”, gesto que mantuvo hasta el punto de no casarse nunca, sostener económicamente a toda la familia con su trabajo y escribir artículos sobre la dicha y la alegría de la vida de soltera. “La libertad es el mejor marido”, escribió.
Un libro de chicas
Cuando su editor le pidió que escribiera un “libro de chicas” ella respondió que no podría hacerlo, aduciendo que nunca le habían gustado las chicas, que no conocía a ninguna excepto a sus hermanas, y que sólo estaba cómoda en el mundo de juegos y diversiones de los varones. A la hora de escribir la segunda parte de la saga se resistió a casar a Jo “para complacer a nadie” (las lectoras le escribían rogándole que Jo se casara con Laurie). Y esto nos conduce a la quinta mujercita, porque las mujercitas no son cuatro sino cinco, contando a Laurie, el amigo ilustrado y gentil, a quien sus compañeros de escuela llamaban socarronamente Dora, el mismo al que las niñas adoptan para travestir, domesticar y tiranizar como pequeñas dominatrices. Laurie es el chico que Jo y Louise quieren ser, y encarna, en su apasionada relación con Jo, la tensión entre lo femenino y lo masculino que aviva toda la novela.
Aunque en muchos aspectos su libro simula ser una autobiografía, al menos en cuanto a la estructura formal de la familia March, Louise May Alcott ejecutó una compleja operación ficcional al describir la historia de una convencional familia cristiana (como la propaganda más intencionadamente política consiguió que se leyese a Mujercitas), mientras estaba creando, como una sombra chinesca y burlona que bailara por detrás de los personajes, un formidable artefacto del disimulo.
Novela de iniciación, Mujercitas habla de la fricción de la pubertad con el paso del tiempo: una hogareña tragedia shakesperiana organizada como una novela de formación para jovencitas. Mujercitas empieza donde terminan los libros de aventuras: en el fuego del hogar. No se trata de grandes acontecimientos sino de una lucha doméstica, obstinada y metódica, contra los pecados menores, las mentiras y ambiciones, las envidias, los malospensamientos de cuatro niñas sobre las que se cierne la menarca y sus escatológicas consecuencias.
Mujercitas es, entonces, un libro sobre la menarca, sobre su advenimiento y sus mortales efectos. La muerte de Beth a los diecisiete años (cabe agregar que en el siglo XIX en Nueva Inglaterra las niñas se convertían en señoritas precisamente a esa edad), habla de la relación tortuosa de las niñas con la menstruación, y también lo hace la ceremonia de la fogata de muñecas en la tercera serie de la saga, fuego que templa la negativa y la imposibilidad de pasar el umbral de la pubertad. El grito de horror de las niñas letradas de Occidente cuando Jo vende su cabellera para socorrer a su padre ausente en un acto sacrificial se confunde con el canto de triunfo del dragking: el corte oficia de rito de iniciación a la masculinidad a la que Jo siempre quiso acceder. En el marco de las grandes escritoras del siglo XIX, las rudas heroínas de las hermanas Brontë, leídas y veneradas por Alcott, pertenecen a un gótico flamígero tan alejado de ésta como de las maneras encantadoras de Jane Austen. Si las jovencitas Austen pueden hablar con exquisito cinismo de la conveniencia de casarse con un hombre rico, a las niñas March les repugna la idea, a la vez que delatan, en finísimas grietas, que puede resultar tan tentadora como el demonio. En esas grietas reside la perversión fundamental de Mujercitas: en los tratos íntimos con la tentación. ¿Acaso la inocencia no se ofrece acaso para ser mancillada? Si Mujercitas hubiera logrado su cometido político, esto es, convertirse sólo en un panfleto sobre la simple y buena vida puritana del siglo XIX, si semejante estructura no hubiese cedido a las fisuras, no hubiera resistido el paso del tiempo. Su genialidad despunta en su pérdida; en su perversidad está su virtud. En esa paradoja pervive la tradición Mujercitas, en el inestable mantenimiento de esas tensiones. Ellas explican que el más importante manual sobre Cómo-convertirse-en-una-chica haya sido escrito por una mujer que, como Louise, como Jo, quería ser “el hombre de la casa”.
Pasión sadomaso y amor mortuorio
Louise May Alcott llevaba una especie de doble vida literaria, pues antes de publicar sus relatos de hogareño candor publicaba en los periódicos bostonianos, a razón de cinco dólares la historia y con pseudónimo, thrillers y relatos góticos que escribía con diabólico entusiasmo.
Mujercitas y sus sagas, en verdad, fueron fruto de una imposición editorial a pesar de que Alcott se declaraba inoperante para el mundo femenino (“cuando los editores se aferran una vez de un cuerpo lo hacen trabajar como un ’negro mulato esclavo’ todo el día, todos los días y nunca se satisfacen”, escribió en una carta). El relato M. L. fue rechazado por James Russell Lowell cuando Alcott lo envió al Atlantic Monthly en 1860. En ese texto Alcott subvierte las convenciones de la ficción: ningún relato antiesclavista había admitido hasta entonces la posibilidad del matrimonio entre mujeres blancas y hombres negros como ella lo hizo. La novela A Long Fatal Love Chase, rechazada por magazines y editoriales por ser “excesivamente sensacionalista”, fue algo mucho más categórico que eso: es un tratado sobre el deseo interracial, la pasión sadomasoquista y el amor mortuorio. “Suelo sentir que ofrezco placenteramente mi alma a Satán por un año de libertad”, dice Rosamond, la protagonista. (En 1997, cabe señalar, esta novela fue comprada por Random House por un millón y medio de dólares.) Mientras esperaba que estos relatos iracundos y malditos fueran su única fuente de subsistencia, Louise impartía clases, pero detestaba enseñar casi tanto como coser, aunque no pudo dejar ambas actividades hasta el éxito de Hospital Sketches en 1863.
En esos años de excesivo trabajo Louise pudo lograr lo que siempre había deseado: vivir en Boston, ser una mujer independiente, no tener necesidad de casarse, pero, por sobre todo, cumplir con la promesa que había escrito en su diario a los quince años: sacar a su familia de la miseria. Poco a poco pagó todas las deudas de la familia, incluida la del médico de Lizzie ocho años después de su muerte, envió a May (su hermana menor, la Amy del libro) a Europa a estudiar pintura y compró la Thoreau House para su hermana mayor, Ann (joven viuda, como Meg) y sus dos sobrinos.
La literatura hogareña
Para la industria del libro Louise May Alcott fue la inventora del merchandising de la era victoriana para principiantes; la creadora de la narrativa del old fashion que inoculó en varias generaciones el gusto por la literatura hogareña. Fue la inventora del libro como bolsa de agua caliente. Libro que proporciona todo lo que una huérfana (toda púber a punto de ahorcarse con su recién crecido vello es una huérfana, huérfana de su niñez perdida para siempre) podría desear: un cálido hogar. Ese pequeño artefacto que es Mujercitas en cada una de sus ediciones trae adosado, a modo de souvenir, un leño encendido que mantiene su combustión a través de los siglos.
En Orchard House, el Museo Alcott de Concord, miles de legiones de fanáticas acuden a hacer un tour virtual por la casa de las niñas March y comprar muñecas de porcelana de colección cuya estética probablemente haría resurgir los instintos incendiarios de Louise. Las muñecas se venden acompañadas de sus objetos fetiches: Jo con su manuscrito y su pluma; Beth con un piano en miniatura; Amy y la pizarra con la caricatura del maestro que le costó la zurra más famosa de la literatura infantil desde Tom Sawyer. Pueden adquirirse decenas de ediciones de los libros de Alcott, films, rompecabezas, agendas, vasos de cerámica, remeras, réplicas del Museo en miniatura. Claro que cualquier estudioso de la biografía de los Alcott sabe que esa casa es en algún sentido apócrifa, ya que, si bien es cierto que los Alcott la compraron en 1857, cuando Louise tenía veinticinco años, es también cierto que ella sólo la habitó en calidad de huésped (pasó la mayor parte de su vida adulta en Boston) y nunca llegó a amarla, porque sentía repulsión por Concord, donde no podía escribir. Orchard House albergó más tarde a la escuela de filósofos que fundó su padre en 1879. La verdadera casa que inspiró Mujercitas fue Hillside, enclavada en la calle Lexington, comprada en 1845 gracias a la herencia del abuelo materno de Louise y a quinientos dólares provenientes de su fiel benefactor R. W. Emerson, en la que se refugiaron después de Fruitlands y donde vivieron menos de dos años, para seguir su diáspora en Boston.
En 1868 Louise se unió a la Asociación por el Sufragio Femenino de Nueva Inglaterra. Además de acudir frecuentemente a mitines feministas, escribía adaptaciones teatrales de Dickens para piezas de beneficencia y además actuaba representando sus papeles favoritos: los masculinos. A los cuarenta años confesó en sus Cartas la admiración que sentía por la Dra. W., su “amiga de los días lluviosos”, una médica parroquiana de los círculos feministas de Boston. Por entonces rechazó una oferta de matrimonio. Pero pronto llegó el más grande amor de su vida, mezclado con el hondo dolor que le produjo la muerte de su madre y de su hermana May. Su hermana más pequeña murió en París durante el parto de su hijita Louise y le dejó al bebé como herencia, como regalo divino. Cuando Louise fue al puerto de Nueva York a buscar a la niñita, meses después ésta extendió sus bracitos alrededor de su cuello y la llamó marmar, según está consignado en los Diarios. Como Betsy Trotwood, el tierno personaje filolésbico de Dickens al que solía citar, Louise siempre había deseado una sobrina mujer, y hasta ese momento sólo había tenido dos varones a los que también adoraba. ¿Qué más podía desear?
Socialismo utópico
Concord fue la primera colonia rural de artistas y filósofos de Nueva Inglaterra. Emerson, Bronson Alcott y Thoreau cultivaban allí sus huertos, visitaban asiduamente la comunidad utópica Granja Brook, descrita por Hawthorne en El romance de Blithedale y el libro Walden o la vida en los bosques, de este último, fue escrito en una choza construida por él mismo en Walden Pond, un predio cuyo propietario era Emerson. El padre de Louise, mencionado por Nathaniel Hawthorne en el prefacio de La letra escarlata, fue uno de los más notables filósofos y educadores de la escena del siglo XIX. Era un anarquista abolicionista radical, al extremo de perder su escuela Masonic Temple por incluir entre sus alumnos a un niño negro (antes había puesto su vida en peligro al salvar del linchamiento a un esclavo fugitivo). En 1843 estuvo a punto de ser encarcelado por negarse a pagar impuestos alegando motivos ideológicos. Cuando le fueron vedados sus experimentos pedagógicos, se dedicó a hacer tours de conferencias y mitines defendiendo sus ideas, decisión que le costó resignar el papel de sostén de la familia en favor de su esposa Abba, quien dirigió con entereza el matriarcado Alcott. Los diarios de Bronson Alcott, vegetariano furioso, delatan una maniática obsesión por las manzanas, el alimento más “simple” por no ser producto del trabajo humano, al que consideraba pernicioso. Fruitlands fue un experimento de socialismo utópico á la Fourier: los animales y los filósofos fueron absueltos de la ética del trabajo e invitados a dar un paso al costado “fuera del sistema de contratación”. Si se tiene en cuenta que los únicos miembros no filósofos de la comunidad –de quince personas en total– eran la señora Alcott y sus cuatro niñas de entre trece y tres años, no es difícil adivinar sobre quiénes recayó todo el trabajo doméstico y de la granja. Nueve meses después de haber comenzado, débiles y exhaustas –tenían interdictos la carne, la lana, el algodón, el azúcar, la leche, la manteca, el queso, entre otras cosas–, la señora Alcott y sus hijas abandonaron a los hambrientos filósofos a su suerte. Sin ellas, Fruitlands pereció rápidamente. Establecida en las colinas de Massachusetts, existió desde junio de 1842 hasta enero de 1843, cuando sus colonos debieron abandonar el proyecto a riesgo de morir de inanición, tal cual relataron a los periódicos de Concord los granjeros vecinos que les obsequiaban alimentos. Las ideas de Bronson Alcott desafiaron casi todos los aspectos de la tradición occidental, el capitalismo, los límites de las clases y la santidad de la familia victoriana. Años después Louise, que llamaba a los Alcott “la familia patética”, relató sardónicamente la experiencia en un cuento titulado algo así como “Salvaje avena trascendentalista”. La saga Mujercitas, a su modo, esa sedentaria familia con su férrea moral del trabajo y del deber, es también una sardónica respuesta a Fruitlands. Como tratado anti-trascendentalista, Mujercitas se convirtió en un infinito juego especular, en un libro vilipendiado y prohibido por los utópicos sociales del siglo XX y, al mismo tiempo, en anacrónico manual de etiqueta y obstinado objeto de culto para sus hijas.

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