¡Shazam! por Héctor de Mauleón
El problema era que aquel domingo daban en el Cosmos un episodio de El Capitán Maravilla. Por eso, cuando Pico sacó un crujiente billete de a cinco, e hizo aparecer, como en un acto de magia, el digno rostro de La Corregidora, El Gallo y yo intercambiamos la mirada rápida de siempre.
—No saldremos con vida si vamos solos al Cosmos —murmuró El Gallo, que a los diez años hablaba exclusivamente en clichés cinematográficos.
El Capitán Maravilla era una serie de los años cuarenta, protagonizada por Tom Tyler, que había seguido rodando, durante décadas, por los cines más viejos del rumbo: castillos grandilocuentes venidos a menos, galerones oscuros, de nombre rimbombante —Majestic, Lux, Rívoli, Ópera, Palacio—, cuyo lustre se había empañado al devenir salas caldeadas de sudor y orines, multitudinarios recintos salvajes en los que el público aullaba a la menor ocasión, o derramaba líquidos sobre luneta, o sencillamente ponía punto final a cualquier asunto emprendiéndola a golpes con el espectador de al lado.
Y aunque en ese tiempo las latas que encerraban las aventuras de El Capitán Maravilla eran para nosotros el descubrimiento arqueológico de la década, no había en el rumbo nada más parecido a una penitenciaría que el torvo y siniestro cine Cosmos. O tal vez sí: mi escuela primaria, pero estaba cerrada ese día.
Así que seguimos tumbados a orillas de la banqueta, mirando el cielo apagado, de nubes blancas que se desplazaban y cambiaban de forma, hasta que El Gallo dijo de pronto:
—Si se nos pone difícil, podemos decir “¡Shazam!”.
Comenzamos a reírnos. “¡Shazam!” era la palabra que Tom Tyler pronunciaba para adquirir sus poderes en momentos peliagudos.
Supongo que algo ocurriría entonces, pero no recuerdo qué. Posiblemente seguimos tumbados en la banqueta, hasta que Pico extrajo de nuevo su crujiente billete de a cinco. El Gallo volvió a soltar un parlamento cinematográfico:
—Compramos los boletos cuando la función haya empezado. Nos sentamos en la fila adelante. Entramos a oscuras y salimos a oscuras. Cuando ellos se estén levantando, ya habremos cruzado la México-Tacuba.
En eso consistía todo. Cruzar México-Tacuba era penetrar en territorio comanche; ver evaporarse los derechos civiles; atravesar vecindades que efectivamente eran penitenciarías. Tropezar con borrachos que vociferaban a media calle, y con inhaladores de Resistol 5000 capaces de acuchillarte si pronunciabas un diptongo de más. Algo así.
De modo que nos levantamos y, desde Amado Nervo, avanzamos hacia el corazón de las tinieblas: el extremo oriente de Santa Julia. La marquesina del Cosmos anunciaba La picadura del escorpión, y también El escorpión de oro. Esperamos en la escalinata, sin mirar a nadie, hasta que inició la función. Entonces Pico compró los boletos y, en fila india, entramos en la sala. Nos instalamos en la primera fila, hundidos en las butacas, un poco lejos de todos.
El Capitán Maravilla era un arqueólogo que, al abrir la Gran Tumba, se negó a saquear los tesoros del faraón. Una sacerdotisa fantasmal lo recompensó entregándole un secreto: “¡Shazam!”, palabra compuesta por las iniciales de Salomón, Hércules, Atlas, Zeus, Aquiles y Marte. Quien las pronunciara adquiriría los poderes de dioses y héroes, a cambio de recuperar las joyas y combatir el mal. Nada más misterioso que esos cortometrajes antiguos, rayados y llenos de cortes, que parecían ruinas de otro mundo, los sueños de alguien sepultado hacía tiempo. Imágenes diluidas de una era en la que todo fue distinto.
Pero el plan de El Gallo falló. Olvidamos el intermedio: aquel momento fatal en que el cácaro cambiaba el rollo, y las luces se encendían, y una marabunta ardorosa se echaba a correr por los pasillos: fingir la lucha contra el mal, recordar que eran niños —y no sólo habitantes de la penitenciaría a la que habrían de volver cuando la función terminara.
En ese instante, nos descubrieron.
Lo supimos porque nos señalaron de lejos y creímos notar que algo había cambiado en sus miradas (ese algo era lo que nos mantenía alejados del Cosmos).
Cuando la luz se apagó, vinieron a sentarse en la fila de atrás. Llegaron acompañados por un silencio cargado de significados atroces. Algo que quería decir: “sabemos quiénes son”, “los hemos visto antes”. El Gallo y yo nos miramos de reojo.
Había comenzado El escorpión de oro, cuando alguien pateó la parte trasera de mi butaca. El corazón me galopaba dentro del pecho, pero ni siquiera parpadeé. De pronto, alguien expulsó un gargajo y lo estampó con brutalidad, no recuerdo si en mi nuca, o en la de Pico, aunque espero que haya sido en la de él. El Gallo dijo:
—Vámonos.
Caminamos hacia la puerta bajo el haz de luz en que volaba El Capitán Maravilla. Pero no pudimos salir del territorio comanche. Nos metieron a empujones a un baño, encharcado de orines. Uno inmovilizó a Pico, torciéndole los brazos por la espalda. Otro, de un manotazo, tiró los gruesos lentes de El Gallo. Hoy deben estar secuestrando o asaltando bancos. Tenían un talento especial para desarrollar esa clase de biografía interesante.
—¿Qué vienen a hacer aquí, putos?— preguntó El Jefe (siempre había un jefe).
Yo miré a El Gallo. Dije:
—¡Shazam!
Y, por un instante, un rayo de júbilo brilló en sus ojos. Pude verlo antes de que El Jefe soltara el puñetazo que hizo rebotar mi cráneo contra el mosaico mojado.
De Mauleón. Periodista y escritor.
Es autor del libro Los lugares oscuros, de próxima publicación.
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