EL SOBERBIO ARTE DE LO BREVE DE EDGAR ALLAN POE
Por Anton Castro
Charles Baudelaire dijo en una ocasión, pensando en Edgar Allan Poe: “Existen destinos fatales”. Baudelaire y a Stephane Mallarmé tuvieron el acierto y la intuición de traducir y promocionar al autor en Europa, de tal modo que casi era más famoso aquí que en su propio país a pesar de que su existencia estaba rodeada de una leyenda trágica. Poe nació en Boston en enero de 1809 y murió en octubre de 1849, en medio de una jornada electoral, completamente ebrio, con esta frase entre los labios: “Que Dios ayude a mi pobre alma”. Casi puede decirse que Poe no tuvo un momento de respiro. De temperamento romántico, exacerbado, inclinado a la locura, a la neurosis y a un montón de pesadillas que no le dejaban dormir, vivió rodeado de espectros, de apariciones, de sentimientos oscuros que poblaron su excitable cerebro. Fue un hombre de increíble encanto: ya desde niño, con sus ricitos de oro y una inteligencia casi apabullante, seducía a todo el mundo.
Hijo de pobres actores ambulantes, que alternaban “Macbeth” y “Hamlet” con piezas sentimentales y comedias musicales, se quedó huérfano a los dos años. Entonces aparecieron en sus días, John y Frances Allan, que durante algún tiempo le dieron una infancia casi dichosa. John Allan era un comerciante escocés que se hizo cargo del desvalido muchacho y lo llevó a su casa, una morada sureña y a menudo espeluznante. El niño, dotado desde muy joven para la literatura, creció entre nodrizas negras y criados esclavos que le contaban a cualquier hora viejas leyendas de aparecidos, relatos sobrenaturales o incluso narraciones de viajes o visitas a los cementerios. La presencia de cadáveres era tan constante en la adolescencia de Poe como los seres humanos. Es decir, se crió en medio de fábulas de terror, pero no sólo eso, el ámbito cultivado de los Allan le permitió acceder a las novelas “góticas” y a un conocimiento enciclopédico. Con sus nuevos padres, pasó cinco años en Escocia y Londres, atmósferas que son perfiladas en uno de sus cuentos más perturbadores, “William Wilson”, y en 1820, regresaron a Estados Unidos. Ingresó en la Universidad de Virginia, pero su vida disoluta –de juego, de alcohol, de constante libertinaje- acabaría enfrentándolo con su padre. Ingresó en West Point y casi a la vez vivió su primera historia de amor con Helen, una mujer mayor que él que se volvió loca y falleció demasiado pronto. Se sospecha que Poe iba a visitarla a su tumba a altas horas de la madrugada. Tampoco hizo carrera como militar y pronto se inclinó hacia la literatura. En 1827 publicó su primer poemario, “Tamerlán y otros poemas”. Jamás abandonaría la poesía, y de hecho su vena lírica caracterizará toda su producción: los extraordinarios cuentos, su única novela “Narración de Arthur Gordon Pym”, a la que incorpora el canibalismo, e incluso su narración o poema cosmogónico “Eureka”, con el cual pensaba que iba a lograr la inmortalidad.
Edgar Allan Poe conquistó la inmortalidad de otro modo: con sus narraciones cortas, que fue publicando en revistas y periódicos, y a las que luego les daba forma de libro. Hace algunos años, Alianza Editorial publicaba en dos volúmenes los “Cuentos completos” de Edgar Allan Poe en la traducción canónica, magnífica, de Julio Cortázar. Hace no demasiados meses Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores reeditaba ese trabajo bajo el título de “Todos los cuentos” (481 y 448 páginas), con ilustraciones de Joan-Pere Viladecans (Barcelona, 1948). Podría decirse que en el primer tomo están las obras maestras, las grandes piezas de Poe, las más sombrías e inquietantes, aquellas que le han hecho famoso por su complejidad temática y su riqueza fenomenológica (locura, neurosis, necrofilia, pasiones terribles, muerte más poderosa que la vida, crueldad, sadismo, romanticismo fúnebre...), y en el segundo están los cuentos más grotescos y humorísticos, pero también aquellos donde propone una modesta glosa a “Las mil y una noches”, como “El cuento mil y dos de Scheherezade”, o los cuentos abiertamente líricos, de una poesía más blanda, como pueden ser “El alce” o “La isla del hada”. También figuran en este segundo libro piezas como “Conversación con una momia”, “El hombre de negocios” o “La esfinge”, fábulas que las propias notas finales de los cuentos consideran su producción secundaria. O menos perfecta que las piezas del primer volumen.
Centrémonos pues en el tomo que abre el estuche. En él figuran la mayoría de las piezas verdaderamente magistrales de Poe, un escritor que poseía una deslumbrante erudición porque había asimilado lecturas de todo tipo: ficción, filosofía, esoterismo o ciencia. Parecía saber de todo y contarlo con un procedimiento indirecto que luego también utilizará Borges, aunque al autor argentino Poe le parecía un escritor enfático y efectista del que rescata su cuento más límpido: “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”, el único de los suyos que incorporó a su “Antología de la literatura fantástica”. En efecto, esta es una historia portentosa: el relato de un hombre que ha sido objeto de hipnosis y que vive y habla más allá de la muerte. Este primer volumen se abre con el cuento ya citado, “William Wilson”, uno de los más autobiográficos, la historia del doble y del crápula, y debemos recordar aquí que el tema del doble le interesará mucho a escritores como el citado Borges o Stevenson. “El pozo y el péndulo” transcurre en Toledo y es un descenso a los infiernos de la Inquisición. “Manuscrito hallado en una botella” emplea un artificio que ya había usado Cervantes y que empleará años después el propio Cortázar en “Manuscrito encontrado en un bolsillo”. “El gato negro” señala otro instante de la crueldad y de la obsesión que enturbiaban el sentido de Poe, donde el sadismo alcanza un brillo terrible. “El retrato oval” es una narración en poco más de dos hojas de una precisión conmovedora: puro horror y paradoja. La pasión del pintor es tanta y también su sentido de irrealidad que no se percata de que la pintura –igual que sugerirá Oscar Wilde en “El retrato de Dorian Gray”- al cuajarse de vida y belleza aniquila la beldad de la musa, el candor y la entrega de la enamorada. Quizá sea una de los más redondos cuentos de género de Poe, de admirable concisión.
También figuran aquí relatos como “El corazón delator”, “El tonel de amontillado” (una de las piezas preferidas por Stevenson y auténtico paradigma del denominado “tono Poe”), “El demonio de la perversidad” o “El entierro prematuro”, cuentos de constante violencia y desquiciamiento donde se habla de seres heridos por la neurosis en algún lugar del cerebro. “Un descenso al Maelström” es una pieza inspirada en algunos momentos de su adolescencia y emparentado con “Gordon Pym”; el rodar del remolino que todo lo arrastra y los minuciosos datos científicos de la pieza están tomados de la “Enciclopedia Británica”. Hay otras piezas de una recrofilia casi insoportable, puras pesadillas, transmigración de almas, estados de locura, e incluso atmósferas incestuosas como la de “La caída de la casa Usher”, para muchos –entre ellos para Roger Corman- el mejor cuento de Poe, aunque él prefería “Ligeia”, que era un paso más allá, hacia lo siniestro y la resurrección, de “Morella”. Con “Berenice” intentó sugerir la vida idílica y a la par miserable que llevó con su “tercera madre” Mrs Clemm y con la hija de ésta y esposa de Edgar, Virginia Clemm, con la cual se casó cuando ella tenía trece años y él 25. Los cuentos de “las mujeres” (“Ligeia”, “Eleonora”, “Morella” y “Berenice”) figuran entre los más amados por él, pero “La caída de la Casa Usher” es una pieza redonda, magnífica, rebosante de atmósferas enfermizas, de dolencia moral, de decrepitud y de muerte, de una muerte que parece más viva y rugiente que la propia vida. Y de personajes enigmáticos, escurridizos, que se mueven en un estadio de locura, patetismo y ocultación.
Siempre se ha dicho que Edgar Allan Poe fue uno de los inventores del género de detectives con la creación del personaje lógico y deductivo August Dupin, que protagoniza “Los crímenes de la rue Morgue”, “El misterio de Marie Roget” (que es la continuación del anterior) y “La carta robada”, y de esa atmósfera es, sobre todo en su segunda parte, “El escarabajo de oro”. Esta primorosa edición bien merece la relectura de Edgar Allan Poe, uno de los más grandes cuentistas de todos los tiempos.
http://antoncastro.blogia.com/2005/diciembre.php
Charles Baudelaire dijo en una ocasión, pensando en Edgar Allan Poe: “Existen destinos fatales”. Baudelaire y a Stephane Mallarmé tuvieron el acierto y la intuición de traducir y promocionar al autor en Europa, de tal modo que casi era más famoso aquí que en su propio país a pesar de que su existencia estaba rodeada de una leyenda trágica. Poe nació en Boston en enero de 1809 y murió en octubre de 1849, en medio de una jornada electoral, completamente ebrio, con esta frase entre los labios: “Que Dios ayude a mi pobre alma”. Casi puede decirse que Poe no tuvo un momento de respiro. De temperamento romántico, exacerbado, inclinado a la locura, a la neurosis y a un montón de pesadillas que no le dejaban dormir, vivió rodeado de espectros, de apariciones, de sentimientos oscuros que poblaron su excitable cerebro. Fue un hombre de increíble encanto: ya desde niño, con sus ricitos de oro y una inteligencia casi apabullante, seducía a todo el mundo.
Hijo de pobres actores ambulantes, que alternaban “Macbeth” y “Hamlet” con piezas sentimentales y comedias musicales, se quedó huérfano a los dos años. Entonces aparecieron en sus días, John y Frances Allan, que durante algún tiempo le dieron una infancia casi dichosa. John Allan era un comerciante escocés que se hizo cargo del desvalido muchacho y lo llevó a su casa, una morada sureña y a menudo espeluznante. El niño, dotado desde muy joven para la literatura, creció entre nodrizas negras y criados esclavos que le contaban a cualquier hora viejas leyendas de aparecidos, relatos sobrenaturales o incluso narraciones de viajes o visitas a los cementerios. La presencia de cadáveres era tan constante en la adolescencia de Poe como los seres humanos. Es decir, se crió en medio de fábulas de terror, pero no sólo eso, el ámbito cultivado de los Allan le permitió acceder a las novelas “góticas” y a un conocimiento enciclopédico. Con sus nuevos padres, pasó cinco años en Escocia y Londres, atmósferas que son perfiladas en uno de sus cuentos más perturbadores, “William Wilson”, y en 1820, regresaron a Estados Unidos. Ingresó en la Universidad de Virginia, pero su vida disoluta –de juego, de alcohol, de constante libertinaje- acabaría enfrentándolo con su padre. Ingresó en West Point y casi a la vez vivió su primera historia de amor con Helen, una mujer mayor que él que se volvió loca y falleció demasiado pronto. Se sospecha que Poe iba a visitarla a su tumba a altas horas de la madrugada. Tampoco hizo carrera como militar y pronto se inclinó hacia la literatura. En 1827 publicó su primer poemario, “Tamerlán y otros poemas”. Jamás abandonaría la poesía, y de hecho su vena lírica caracterizará toda su producción: los extraordinarios cuentos, su única novela “Narración de Arthur Gordon Pym”, a la que incorpora el canibalismo, e incluso su narración o poema cosmogónico “Eureka”, con el cual pensaba que iba a lograr la inmortalidad.
Edgar Allan Poe conquistó la inmortalidad de otro modo: con sus narraciones cortas, que fue publicando en revistas y periódicos, y a las que luego les daba forma de libro. Hace algunos años, Alianza Editorial publicaba en dos volúmenes los “Cuentos completos” de Edgar Allan Poe en la traducción canónica, magnífica, de Julio Cortázar. Hace no demasiados meses Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores reeditaba ese trabajo bajo el título de “Todos los cuentos” (481 y 448 páginas), con ilustraciones de Joan-Pere Viladecans (Barcelona, 1948). Podría decirse que en el primer tomo están las obras maestras, las grandes piezas de Poe, las más sombrías e inquietantes, aquellas que le han hecho famoso por su complejidad temática y su riqueza fenomenológica (locura, neurosis, necrofilia, pasiones terribles, muerte más poderosa que la vida, crueldad, sadismo, romanticismo fúnebre...), y en el segundo están los cuentos más grotescos y humorísticos, pero también aquellos donde propone una modesta glosa a “Las mil y una noches”, como “El cuento mil y dos de Scheherezade”, o los cuentos abiertamente líricos, de una poesía más blanda, como pueden ser “El alce” o “La isla del hada”. También figuran en este segundo libro piezas como “Conversación con una momia”, “El hombre de negocios” o “La esfinge”, fábulas que las propias notas finales de los cuentos consideran su producción secundaria. O menos perfecta que las piezas del primer volumen.
Centrémonos pues en el tomo que abre el estuche. En él figuran la mayoría de las piezas verdaderamente magistrales de Poe, un escritor que poseía una deslumbrante erudición porque había asimilado lecturas de todo tipo: ficción, filosofía, esoterismo o ciencia. Parecía saber de todo y contarlo con un procedimiento indirecto que luego también utilizará Borges, aunque al autor argentino Poe le parecía un escritor enfático y efectista del que rescata su cuento más límpido: “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”, el único de los suyos que incorporó a su “Antología de la literatura fantástica”. En efecto, esta es una historia portentosa: el relato de un hombre que ha sido objeto de hipnosis y que vive y habla más allá de la muerte. Este primer volumen se abre con el cuento ya citado, “William Wilson”, uno de los más autobiográficos, la historia del doble y del crápula, y debemos recordar aquí que el tema del doble le interesará mucho a escritores como el citado Borges o Stevenson. “El pozo y el péndulo” transcurre en Toledo y es un descenso a los infiernos de la Inquisición. “Manuscrito hallado en una botella” emplea un artificio que ya había usado Cervantes y que empleará años después el propio Cortázar en “Manuscrito encontrado en un bolsillo”. “El gato negro” señala otro instante de la crueldad y de la obsesión que enturbiaban el sentido de Poe, donde el sadismo alcanza un brillo terrible. “El retrato oval” es una narración en poco más de dos hojas de una precisión conmovedora: puro horror y paradoja. La pasión del pintor es tanta y también su sentido de irrealidad que no se percata de que la pintura –igual que sugerirá Oscar Wilde en “El retrato de Dorian Gray”- al cuajarse de vida y belleza aniquila la beldad de la musa, el candor y la entrega de la enamorada. Quizá sea una de los más redondos cuentos de género de Poe, de admirable concisión.
También figuran aquí relatos como “El corazón delator”, “El tonel de amontillado” (una de las piezas preferidas por Stevenson y auténtico paradigma del denominado “tono Poe”), “El demonio de la perversidad” o “El entierro prematuro”, cuentos de constante violencia y desquiciamiento donde se habla de seres heridos por la neurosis en algún lugar del cerebro. “Un descenso al Maelström” es una pieza inspirada en algunos momentos de su adolescencia y emparentado con “Gordon Pym”; el rodar del remolino que todo lo arrastra y los minuciosos datos científicos de la pieza están tomados de la “Enciclopedia Británica”. Hay otras piezas de una recrofilia casi insoportable, puras pesadillas, transmigración de almas, estados de locura, e incluso atmósferas incestuosas como la de “La caída de la casa Usher”, para muchos –entre ellos para Roger Corman- el mejor cuento de Poe, aunque él prefería “Ligeia”, que era un paso más allá, hacia lo siniestro y la resurrección, de “Morella”. Con “Berenice” intentó sugerir la vida idílica y a la par miserable que llevó con su “tercera madre” Mrs Clemm y con la hija de ésta y esposa de Edgar, Virginia Clemm, con la cual se casó cuando ella tenía trece años y él 25. Los cuentos de “las mujeres” (“Ligeia”, “Eleonora”, “Morella” y “Berenice”) figuran entre los más amados por él, pero “La caída de la Casa Usher” es una pieza redonda, magnífica, rebosante de atmósferas enfermizas, de dolencia moral, de decrepitud y de muerte, de una muerte que parece más viva y rugiente que la propia vida. Y de personajes enigmáticos, escurridizos, que se mueven en un estadio de locura, patetismo y ocultación.
Siempre se ha dicho que Edgar Allan Poe fue uno de los inventores del género de detectives con la creación del personaje lógico y deductivo August Dupin, que protagoniza “Los crímenes de la rue Morgue”, “El misterio de Marie Roget” (que es la continuación del anterior) y “La carta robada”, y de esa atmósfera es, sobre todo en su segunda parte, “El escarabajo de oro”. Esta primorosa edición bien merece la relectura de Edgar Allan Poe, uno de los más grandes cuentistas de todos los tiempos.
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