Escenas con Lady Cordelia
Hermanas Bouvier
La niña de tus ojos
Macarena- Yo no sé cómo serán las alemanas, pero en España nos tomamos un tiempo. No le digo que no me guste usted, pero bueno, en dos o tres años quizá, si la relación va palante...
Juana la loca
Felipe- Con razón se murmura que estás loca.
Juana- Loca, porque te quiero hasta la locura. Loca, porque quiero que seas mío. Loca porque no quiero que busques en otra lo que yo puedo darte, y me sobra. Loca, porque aspiro engendrar y parir tus hijos. Loca. Loca de amor. ¿Eso es loca?
Pelea entre Joan y Linda
Las Grecas
Un tranvía llamado Deseo (Lady Marjorie es Blanche y Lady Cordelia es Stella)
BLANCHE, tensa e incómoda se sienta en la silla. Las piernas juntas y los hombros
apretados sujeta el bolso crispadamente, como si tuviese frío. Después de unos momentos,
comienza a serenarse y sus ojos revisan el lugar. Se oye el maullido de un gato. Melosa, BLANCHE
retiene la respiración. De pronto, su mirada descubre algo en un armario entrecerrado. De un
salto, va al armario y toma una botella de whisky. Se sirve medio vaso y se lo bebe de golpe. Con
cuidado deja la botella donde estaba y lava el vaso en el fregadero. Vuelve a sentarse detrás de la
mesa.)
BLANCHE.—(Bajo.) Dominarme... Necesito dominarme... (STELLA dobla la esquina corriendo y
va hacia la puerta del piso inferior. Llama alegremente a su hermana.)
STELLA.—¡Blanche! ¡Blanche!
(Se miran una a otra durante unos instantes. Luego BLANCHE se incorpora y corre hacia STELLA
con un grito.)
BLANCHE—¡Stella!... ¡Stella!... ¡Estrella!... (BLANCHE rompe a hablar febrilmente, con mucha
vivacidad, como si quisiese impedir que puedan detenerse a reflexionar. Se abrazan con fuerza,
espasmódicamente.) ¡Déjame que te vea!... Pero no me mires tú, no me mires, Stella, no me mires
hasta... luego... después que me dé un baño y esté un poco más tranquila... ¡Y apaga la luz ahora
mismo! ¡Por favor! No quiero que nadie me vea con esta luz tan cruda, (STELLA obedece con una
sonrisa.) ¡Acércate!... ¡Ay, Stella, Stella! (La abraza otra vez.) ¡No pensé que íbamos a encontrarnos
en un sitio tan espantoso!... Bueno... perdona... es que no sé lo que digo... Quería ser muy
cariñosa y lo primero que había pensado decirte era. «¡Stella, qué sitio tan bonito y qué casa tan...!»
Bueno... ja, ja... ¡Estrellita mía!... ¡Hermana!... No has abierto la boca desde que has llegado...
STELLA.—¡Cielo mío, no me has dejado hablar! STELLA se ríe pero mira a su hermana, con
cierta preocupación.)
BLANCHE.—Pues habla, habla... habla todo lo que quieras, mientras yo trato de encontrar que
beber... Tendrás algo digerible, ¿no? Bueno, vamos a ver... vamos a ver si puedo encontrarlo sola...
(BLANCHE va al armario y saca la botella de whisky. Trata de seguir bromeando pero tiembla y
respira con dificultad. Casi se le cae al suelo la botella, STELLA se da cuenta.)
STELLA.—Será mejor que te sientes, Blanche... Desde... Yo te sirvo. No sé con qué lo podrías
tomar... ¡Ah, sí! Creo que hay Coca-Cola en la heladera... Tráela tú, mientras yo...
BLANCHE.—No, Estrellita, Coca-Cola no. Estoy muy nerviosa esta noche para tomar Coca-Cola.
Pero bueno... ¿y dónde?... ¿Dónde está tu...?
STELLA.—¿Stanley?... ¡Ah, está en la bolera! Jugando... Es lo que más le gusta en el mundo. Hoy
tienen un campeonato... Mira, aquí queda un poco de soda.
BLANCHE.—La soda estropea el whisky, hermosita. No me hagas caso... y no vayas a pensar que
me emborracho todos los días... Es que me siento mal... sucia... cansada... con los nervios de
punta... Bueno, es igual... Siéntate conmigo y cuéntamelo todo. ¿Por qué vives aquí?
STELLA.—Te lo explicaré, Blanche...
BLANCHE.—Voy a ser muy franca contigo... Yo no soy hipócrita... soy sincera... Nunca... nunca
en mi vida... ni en una pesadilla podía imaginarme un lugar así... ¡Es de Poe!... ¡Solo Edgar Alian
Poe podría describir un sitio como éste!... ¡Supongo que lo que hay detrás serán los bosques de
Weis, con sus fantasmas y sus brujas! (Se ríe.)
STELLA.—No, cielo, no... Ahí donde tú señalas no hay más que las vías del ferrocarril.
BI.ANCHE.—Las vías... Entonces, hablando en serio, ¿por qué no me lo dijiste?... Con una simple
carta yo... (STEILLA. cautelosa, sirve otro vaso a BLANCHE.)
STELLA—¿Por qué no te dije qué, Blanche?... ¿Qué?
BLANCHE.—Las condiciones en que estabas viviendo.
STELLA.—Cálmate un poco ¿quieres?... Este no es un mal sitio, ni muchísimo menos... Lo que
pasa es que Nueva Orleans no se parece a ninguna otra ciudad... Esto es todo.
BLANCHE.—No me refiero a Nueva Orleans... me refiero al sitio y... ¡Perdona! (Se detiene
bruscamente.) Bueno, cambiemos de tema.
STELLA.—(Irritada.) Cambiemos. (Una pausa, BLANCHE mira con atención a su hermana y
STELLA sonríe, BLANCHE desvía la mirada y contempla su vaso que agita nerviosamente.)
BLANCHE.—¡Tú eres lo único que tengo en el mundo y ni siquiera te alegras de que esté en tu
casa!
STELLA.—Blanche, ¿qué estás diciendo? Eso no es verdad.
BLANCHE.—Puede... Se me había olvidado que eres de muy pocas palabras.
STELLA.—Nunca me dejaste hablar, Blanche. Siempre me callé cuando estábamos juntas...
BLANCHE.—(Suave.) Una buena costumbre... (Brusca.) Ni siquiera te ha interesado saber por qué
tuve que abandonar mi escuela sin esperar a las vacaciones...
STELLA.—Supuse que me lo dirías sin que te lo preguntara, si es que te interesa contármelo.
BLANCHE.—O sea que pensaste que me habían echado...
STELLA.—Pensé que habías dimitido... Sí, habías sido tú...
BLANCHE.—Me fallaron los nervios... Estaba deshecha con todo lo que había pasado y... (Con
rabia sacude el cigarrillo.) ¡Creí que me iba a volver loca!... Y entonces el señor Graves... el señor
Graves es el inspector de Enseñanza Superior... me sugirió que pidiese unos meses de permiso... En
un telegrama no se pueden matizar las cosas... (Se bebe el vaso de un trago.) ... Bueno... ¡Esto me
va a caer muy bien!
STELLA.—¿Te pongo otro?
BLANCHE.—No, no... Con uno tengo bastante...
STELLA.—¿De verdad?
BLANCHE.—Y, ¿cómo me encuestras, eh?... ¿Cómo me encuentras?
STELLA.—Bien... Te encuentro muy bien.
BLANCHE.—Una mentira piadosa. Jamás la luz del sol ha iluminado un estado de ruina tan
grande como el mío... Tú, en cambio... sí, bueno, has engordado más de la cuenta... ¡Pero te sienta
bien!
STELLA.—Oye, Blanche...
BLANCHE.—De verdad... de verdad. Por eso te lo digo... Aunque deberías cuidar tu cintura... Esas
caderas no... Vamos a ver... Ponte de pie...
STELLA.—Ahora no, Blanche...
BLANCHE.—¡Ahora!... ¿No me has oído? ¡Te he dicho que te pongas de pie! ESTELLA obedece
malhumorada.) Estás muy mal criada y además te has echado una mancha en ese encaje del cuello,
que no era feo... ¡Y qué peinado!... Con esa carita de ángel deberías llevar el pelo mucho más
corto... Supongo que tendrás una doncella...
STELLA.—Una doncella... No tenemos más que dos habitaciones...
BLANCHE.—¿Qué?... ¿No tienes más que dos habitaciones?
STELLA.—(Incomoda.) Esta donde estamos y... (BLANCHE se ríe con una risa mortificante. Pausa
incómoda.)
BLANCHE.—Ya está... Ya te has vuelto a quedar callada... ¡Qué suave eres! Te sientas quietecita,
cruzas las manos y pareces una niñita del coro...
STELLA.—(Inquieta.) Tú eres mucho más fuerte que yo, Blanche...
BLANCHE.—Sí, pero tú te dominas muchísimo mejor... Me parece que necesito otro trago. (Se
pone de pie.) Pues, para que lo sepas, no he engordado un solo kilo en estos diez años... Peso
exactamente lo mismo que cuando murió papá... El verano que tú te fuiste de Belle-Reve a vivir tu
vida...
STELLA.—(Aburrida.) La verdad, Blanche, es que te conservas divinamente.
BLANCHE.—Sí... Es mi encanto el que desaparece poco a poco...
(BLANCHE se ríe, muy tensa y busca la mirada de su hermana para serenarse.)
STELLA.—-(Amable.) Tu encanto está intacto...
BLANCHE.—¿Después de lo que me ha pasado? Ahora si que no te creo... ¡Pobre Stella! (Se lleva
a la frente una mano temblona.) ¿Es verdad que solo tienes dos habitaciones?
STELLA.—Y un baño...
BLANCHE.—Un baño... Al fondo de la escalera, la primera puerta a la derecha, ¿no? (Las dos
hermanas se ríen sin espontaneidad) Pues no sé donde me vas a instalar, Stella...
STELLA.—Aquí...
BLANCHE.—¿Esto qué es?... ¿Una cama plegable? (Se sienta en la cama.)
STELLA.—¿No te gusta?
BLANCHE—-{Con la voz blanca.) Sí... está bien... Prefiero dormir en cama dura... Pero no hay
ninguna puerta de separación entre estos dos cuartos y creo que Stanley... ¿No resultará un poco
indecente?
STELLA—Como tú sabes muy bien, Stanley es polaco...
BLANCHE.—Quieres decir, que es un poco... así... como irlandés...
STELLA.—Sí.
STELLA.—Con menos orgullo... supongo. (Las dos hermanas se ríen otra vez forzadamente.)
BLANCHE—He traído unos trajes muy bonitos para causarle buena impresión a tus refinados
amigos.
STELLA.—No te van a parecer nada refinados.
BLANCHE.—¿Ah, no?
STELLA.—Son amigos de Stanley...
BLANCHE.—¿Todos polacos?
STELLA.—Una mezcla...
BLANCHE—Sea como sea traigo un buen guardarropa y lo voy a usar... No sé si estás esperando
que diga que me voy a un hotel... pero te equivocas... Quiero estar aquí contigo... No podría estar
sola... Supongo que... te habrás dado cuenta, ¿no?... La verdad es que no ando nada bien... (Su voz
se ha ido debilitando. Está muy asustada.)
STELLA.—Nervios... Sí, te veo muy nerviosa... muy excitada.
BLANCHE.—¿Y qué va a decir Stanley? Si toma mi visita como la simple pasada de una hermana
de su mujer no creo que yo lo resista...
STELLA.—Lo único que tienes que hacer es no compararle con aquellos invitados que venían a
casa... No lo hagas y te sentirás muy bien con él...
BLANCHE.—¿Es... muy distinto a... nuestros amigos?
STELLA.—Es de otra raza...
BLANCHE.—¿Qué quieres decir? Dime de una vez como es...
STELLA.—No es fácil... Y menos para mí, que le quiero... mira... Esta es una foto suya. (Da una
foto a BLANCHE que la mira.)
BLANCHE.—¿Es un oficial?
STELLA.—Sargento primero de ingenieros... Y muy condecorado.
BLANCHE.—¿Llevaba todas esas medallas cuando te conoció?
STELLA.—Todas... Pero no fue esa chatarra lo que me deslumbró...
BLANCHE—Yo no he dicho eso.
STELLA.—Fue después, cuando... cuando tuve que adaptarme a su vida.
BLANCHE.—¿Quieres decir a su vida civil? (STELLA se ríe vacilante.) ¿Qué pasó cuando le dijiste
que yo iba a venir aquí?
STELLA.—Pues... bueno... todavía no lo sabe.
BLANCHE.—(Inquieta.) ¿No le has dicho nada?
STELLA.—Está muy poco en casa.
BLANCHE.—¿Viaja mucho?
STELLA.—Mucho.
BLANCHE.—Eso está bien.
STELLA.—(Bajo.) No soporto pasar las noches sola...
BLANCHE.—¡Vamos, Stella!
STELLA.—Si está una semana sin venir me puedo volver loca... Y el día que vuelve me echo en
sus brazos y rompo a llorar como una niña. (Sonríe.)
BLANCHE.—Eso se llama amor... (STELLA levanta la vista y sonríe con orgullo.) Stella...
STELLA.—Dime...
BLANCHE.—(Con rapidez.) No te he contado nada de lo que estarías esperando que te contase...
pero... me gustaría que fueras muy comprensiva con lo que te tengo que decir...
STELLA.—(Inquieta.) ¿De qué se trata, Blanche, de qué se trata?
BLANCHE.—Me lo vas a echar en cara, Stella... Sé que me lo vas a echar en cara... pero, antes...
recuerda que... que tú te viniste y yo me quedé luchando... Sí... tú nos dejaste para venir a Nueva
Orleans... no pensaste más que en ti... Yo me quedé sola en Belle-Reve... sola y... luchando para
salvarlo... No te hago ningún reproche, ¿sabes?, pero debes reconocer que dejaste todo el peso de
aquello sobre mis espaldas...
STELLA.—Hice lo que pude: buscarme un trabajo...
BLANCHE.—(Tiembla otra vez convulsivamente.) Sí, sí... eso lo sé... Pero abandonaste Belle-
Reve y yo no... Yo me quedé allí, luchando día y noche... Por poco me muero por defender la casa...
STELLA.—Cuéntame lo que ha pasado y deja de hacer una escena. ¿Qué significa eso de que
luchaste y luchaste por defender la casa?
BLANCHE.—Sabía que al enterarte de la pérdida reaccionarías de esa manera.
STELLA.—¿De qué pérdida estás hablando? ¿De Belle-Reve? ¿Es qué hemos perdido la casa...?
BLANCHE.—Sí, Stella.
(Las miradas de las dos hermanas se enfrentan por encima del hule amarillo que hay sobre la
mesa, BI.ANCHF. afirma ligeramente con la cabeza y STELLA baja la suya, muy despacio, hasta
hundirla entre sus manos, apoyadas sobre el hule. Se oye más fuerte la música negra del piano,
BLANCHE se lleva un pañuelo a la frente.)
STELLA.—¿Cómo la hemos perdido? ¿Cómo? (BLANCHE se levanta bruscamente.)
BLANCHE.—¿Qué cómo?... ¿Eso es todo? Te has vuelto delicadísima.
STELLA.—¡Blanche!
BLANCHE.—Delicadísima. Te sientas ahí y me acusas de todo...
STELLA.—¡Blanche!
BLANCHE.—Sí, Blanche... Blanche que recibió en la cara y en el cuerpo todos los golpes del
mundo... ¡Tantas muertes!... ¡Tantas idas, una detrás de otra, al cementerio...! Papá muerto, mamá
muerta... y Margarita, muerta de aquella enfermedad tan horrible... ¿Sabías que se hinchó como un
globo y no pudimos meterla en el féretro? La quemamos como se quema la basura... Llegaste tan
justa al entierro que no te enteraste de nada... Y los entierros no están nada mal cuando se compara
con la muerte... Un desfile silencioso... Pero la muerte... la muerte es otra cosa... Una respiración
ronca... una voz que rechina... alguien que llora pidiéndote que no la dejes viva... ¡Cómo si tú
pudieses hacer algo! En cambio los entierros son tranquilos... rodeados de flores... Buenos ataúdes...
Se los llevan en paz y si no estuviese en la agonía, cuando te pedían que los retuvieses, no podrías
sospechar que lucharon y lucharon para sangrar y para respirar... No... tú ni siquiera puedes
imaginártelo... Pero es que yo lo vi... yo lo vi... yo lo vi... Y ahora te sientas ahí, tranquilamente, a
decirme con la mirada que yo tengo la culpa de que perdiésemos esa casa... ¿Cómo crees que
pagamos las cuentas de tanta enfermedad y tanto entierro? La muerte es muy cara, Stellita, muy
cara...
Y detrás de Margarita murió la prima Jessie... La parca era una segadora instalada a la puerta de
nuestra casa... Stella... cielo mío... así es como perdí la casa... Ninguno de ellos tenía un miserable
seguro y ninguno dejó un céntimo. Bueno, sí... la pobrecilla Jessie dejó cien dólares... lo que nos
costó el féretro...
Y eso fue todo, Stella. Así fue... me quedé con el miserable sueldo que me pagaban en la
escuela... Así que... échame la culpa... Quédate ahí mirándome, segura de que yo soy responsable de
haber perdido la casa... Pero, ¿dónde estabas tú, Stella?... ¿Dónde estabas? Estabas aquí... aquí...
viviendo con tu polonés... (STELLA se incorpora bruscamente.)
STELLA.—¡Ya está bien, Blanche! ¡Cállate! (Va a macharse.)
BLANCHE.—¿Dónde vas?
STELLA.—A lavarme. Al cuarto de baño.
BLANCHE.—Pero si... ¡estás llorando, Estrellita!
STELLA—Claro... ¿También te sorprende eso?
apretados sujeta el bolso crispadamente, como si tuviese frío. Después de unos momentos,
comienza a serenarse y sus ojos revisan el lugar. Se oye el maullido de un gato. Melosa, BLANCHE
retiene la respiración. De pronto, su mirada descubre algo en un armario entrecerrado. De un
salto, va al armario y toma una botella de whisky. Se sirve medio vaso y se lo bebe de golpe. Con
cuidado deja la botella donde estaba y lava el vaso en el fregadero. Vuelve a sentarse detrás de la
mesa.)
BLANCHE.—(Bajo.) Dominarme... Necesito dominarme... (STELLA dobla la esquina corriendo y
va hacia la puerta del piso inferior. Llama alegremente a su hermana.)
STELLA.—¡Blanche! ¡Blanche!
(Se miran una a otra durante unos instantes. Luego BLANCHE se incorpora y corre hacia STELLA
con un grito.)
BLANCHE—¡Stella!... ¡Stella!... ¡Estrella!... (BLANCHE rompe a hablar febrilmente, con mucha
vivacidad, como si quisiese impedir que puedan detenerse a reflexionar. Se abrazan con fuerza,
espasmódicamente.) ¡Déjame que te vea!... Pero no me mires tú, no me mires, Stella, no me mires
hasta... luego... después que me dé un baño y esté un poco más tranquila... ¡Y apaga la luz ahora
mismo! ¡Por favor! No quiero que nadie me vea con esta luz tan cruda, (STELLA obedece con una
sonrisa.) ¡Acércate!... ¡Ay, Stella, Stella! (La abraza otra vez.) ¡No pensé que íbamos a encontrarnos
en un sitio tan espantoso!... Bueno... perdona... es que no sé lo que digo... Quería ser muy
cariñosa y lo primero que había pensado decirte era. «¡Stella, qué sitio tan bonito y qué casa tan...!»
Bueno... ja, ja... ¡Estrellita mía!... ¡Hermana!... No has abierto la boca desde que has llegado...
STELLA.—¡Cielo mío, no me has dejado hablar! STELLA se ríe pero mira a su hermana, con
cierta preocupación.)
BLANCHE.—Pues habla, habla... habla todo lo que quieras, mientras yo trato de encontrar que
beber... Tendrás algo digerible, ¿no? Bueno, vamos a ver... vamos a ver si puedo encontrarlo sola...
(BLANCHE va al armario y saca la botella de whisky. Trata de seguir bromeando pero tiembla y
respira con dificultad. Casi se le cae al suelo la botella, STELLA se da cuenta.)
STELLA.—Será mejor que te sientes, Blanche... Desde... Yo te sirvo. No sé con qué lo podrías
tomar... ¡Ah, sí! Creo que hay Coca-Cola en la heladera... Tráela tú, mientras yo...
BLANCHE.—No, Estrellita, Coca-Cola no. Estoy muy nerviosa esta noche para tomar Coca-Cola.
Pero bueno... ¿y dónde?... ¿Dónde está tu...?
STELLA.—¿Stanley?... ¡Ah, está en la bolera! Jugando... Es lo que más le gusta en el mundo. Hoy
tienen un campeonato... Mira, aquí queda un poco de soda.
BLANCHE.—La soda estropea el whisky, hermosita. No me hagas caso... y no vayas a pensar que
me emborracho todos los días... Es que me siento mal... sucia... cansada... con los nervios de
punta... Bueno, es igual... Siéntate conmigo y cuéntamelo todo. ¿Por qué vives aquí?
STELLA.—Te lo explicaré, Blanche...
BLANCHE.—Voy a ser muy franca contigo... Yo no soy hipócrita... soy sincera... Nunca... nunca
en mi vida... ni en una pesadilla podía imaginarme un lugar así... ¡Es de Poe!... ¡Solo Edgar Alian
Poe podría describir un sitio como éste!... ¡Supongo que lo que hay detrás serán los bosques de
Weis, con sus fantasmas y sus brujas! (Se ríe.)
STELLA.—No, cielo, no... Ahí donde tú señalas no hay más que las vías del ferrocarril.
BI.ANCHE.—Las vías... Entonces, hablando en serio, ¿por qué no me lo dijiste?... Con una simple
carta yo... (STEILLA. cautelosa, sirve otro vaso a BLANCHE.)
STELLA—¿Por qué no te dije qué, Blanche?... ¿Qué?
BLANCHE.—Las condiciones en que estabas viviendo.
STELLA.—Cálmate un poco ¿quieres?... Este no es un mal sitio, ni muchísimo menos... Lo que
pasa es que Nueva Orleans no se parece a ninguna otra ciudad... Esto es todo.
BLANCHE.—No me refiero a Nueva Orleans... me refiero al sitio y... ¡Perdona! (Se detiene
bruscamente.) Bueno, cambiemos de tema.
STELLA.—(Irritada.) Cambiemos. (Una pausa, BLANCHE mira con atención a su hermana y
STELLA sonríe, BLANCHE desvía la mirada y contempla su vaso que agita nerviosamente.)
BLANCHE.—¡Tú eres lo único que tengo en el mundo y ni siquiera te alegras de que esté en tu
casa!
STELLA.—Blanche, ¿qué estás diciendo? Eso no es verdad.
BLANCHE.—Puede... Se me había olvidado que eres de muy pocas palabras.
STELLA.—Nunca me dejaste hablar, Blanche. Siempre me callé cuando estábamos juntas...
BLANCHE.—(Suave.) Una buena costumbre... (Brusca.) Ni siquiera te ha interesado saber por qué
tuve que abandonar mi escuela sin esperar a las vacaciones...
STELLA.—Supuse que me lo dirías sin que te lo preguntara, si es que te interesa contármelo.
BLANCHE.—O sea que pensaste que me habían echado...
STELLA.—Pensé que habías dimitido... Sí, habías sido tú...
BLANCHE.—Me fallaron los nervios... Estaba deshecha con todo lo que había pasado y... (Con
rabia sacude el cigarrillo.) ¡Creí que me iba a volver loca!... Y entonces el señor Graves... el señor
Graves es el inspector de Enseñanza Superior... me sugirió que pidiese unos meses de permiso... En
un telegrama no se pueden matizar las cosas... (Se bebe el vaso de un trago.) ... Bueno... ¡Esto me
va a caer muy bien!
STELLA.—¿Te pongo otro?
BLANCHE.—No, no... Con uno tengo bastante...
STELLA.—¿De verdad?
BLANCHE.—Y, ¿cómo me encuestras, eh?... ¿Cómo me encuentras?
STELLA.—Bien... Te encuentro muy bien.
BLANCHE.—Una mentira piadosa. Jamás la luz del sol ha iluminado un estado de ruina tan
grande como el mío... Tú, en cambio... sí, bueno, has engordado más de la cuenta... ¡Pero te sienta
bien!
STELLA.—Oye, Blanche...
BLANCHE.—De verdad... de verdad. Por eso te lo digo... Aunque deberías cuidar tu cintura... Esas
caderas no... Vamos a ver... Ponte de pie...
STELLA.—Ahora no, Blanche...
BLANCHE.—¡Ahora!... ¿No me has oído? ¡Te he dicho que te pongas de pie! ESTELLA obedece
malhumorada.) Estás muy mal criada y además te has echado una mancha en ese encaje del cuello,
que no era feo... ¡Y qué peinado!... Con esa carita de ángel deberías llevar el pelo mucho más
corto... Supongo que tendrás una doncella...
STELLA.—Una doncella... No tenemos más que dos habitaciones...
BLANCHE.—¿Qué?... ¿No tienes más que dos habitaciones?
STELLA.—(Incomoda.) Esta donde estamos y... (BLANCHE se ríe con una risa mortificante. Pausa
incómoda.)
BLANCHE.—Ya está... Ya te has vuelto a quedar callada... ¡Qué suave eres! Te sientas quietecita,
cruzas las manos y pareces una niñita del coro...
STELLA.—(Inquieta.) Tú eres mucho más fuerte que yo, Blanche...
BLANCHE.—Sí, pero tú te dominas muchísimo mejor... Me parece que necesito otro trago. (Se
pone de pie.) Pues, para que lo sepas, no he engordado un solo kilo en estos diez años... Peso
exactamente lo mismo que cuando murió papá... El verano que tú te fuiste de Belle-Reve a vivir tu
vida...
STELLA.—(Aburrida.) La verdad, Blanche, es que te conservas divinamente.
BLANCHE.—Sí... Es mi encanto el que desaparece poco a poco...
(BLANCHE se ríe, muy tensa y busca la mirada de su hermana para serenarse.)
STELLA.—-(Amable.) Tu encanto está intacto...
BLANCHE.—¿Después de lo que me ha pasado? Ahora si que no te creo... ¡Pobre Stella! (Se lleva
a la frente una mano temblona.) ¿Es verdad que solo tienes dos habitaciones?
STELLA.—Y un baño...
BLANCHE.—Un baño... Al fondo de la escalera, la primera puerta a la derecha, ¿no? (Las dos
hermanas se ríen sin espontaneidad) Pues no sé donde me vas a instalar, Stella...
STELLA.—Aquí...
BLANCHE.—¿Esto qué es?... ¿Una cama plegable? (Se sienta en la cama.)
STELLA.—¿No te gusta?
BLANCHE—-{Con la voz blanca.) Sí... está bien... Prefiero dormir en cama dura... Pero no hay
ninguna puerta de separación entre estos dos cuartos y creo que Stanley... ¿No resultará un poco
indecente?
STELLA—Como tú sabes muy bien, Stanley es polaco...
BLANCHE.—Quieres decir, que es un poco... así... como irlandés...
STELLA.—Sí.
STELLA.—Con menos orgullo... supongo. (Las dos hermanas se ríen otra vez forzadamente.)
BLANCHE—He traído unos trajes muy bonitos para causarle buena impresión a tus refinados
amigos.
STELLA.—No te van a parecer nada refinados.
BLANCHE.—¿Ah, no?
STELLA.—Son amigos de Stanley...
BLANCHE.—¿Todos polacos?
STELLA.—Una mezcla...
BLANCHE—Sea como sea traigo un buen guardarropa y lo voy a usar... No sé si estás esperando
que diga que me voy a un hotel... pero te equivocas... Quiero estar aquí contigo... No podría estar
sola... Supongo que... te habrás dado cuenta, ¿no?... La verdad es que no ando nada bien... (Su voz
se ha ido debilitando. Está muy asustada.)
STELLA.—Nervios... Sí, te veo muy nerviosa... muy excitada.
BLANCHE.—¿Y qué va a decir Stanley? Si toma mi visita como la simple pasada de una hermana
de su mujer no creo que yo lo resista...
STELLA.—Lo único que tienes que hacer es no compararle con aquellos invitados que venían a
casa... No lo hagas y te sentirás muy bien con él...
BLANCHE.—¿Es... muy distinto a... nuestros amigos?
STELLA.—Es de otra raza...
BLANCHE.—¿Qué quieres decir? Dime de una vez como es...
STELLA.—No es fácil... Y menos para mí, que le quiero... mira... Esta es una foto suya. (Da una
foto a BLANCHE que la mira.)
BLANCHE.—¿Es un oficial?
STELLA.—Sargento primero de ingenieros... Y muy condecorado.
BLANCHE.—¿Llevaba todas esas medallas cuando te conoció?
STELLA.—Todas... Pero no fue esa chatarra lo que me deslumbró...
BLANCHE—Yo no he dicho eso.
STELLA.—Fue después, cuando... cuando tuve que adaptarme a su vida.
BLANCHE.—¿Quieres decir a su vida civil? (STELLA se ríe vacilante.) ¿Qué pasó cuando le dijiste
que yo iba a venir aquí?
STELLA.—Pues... bueno... todavía no lo sabe.
BLANCHE.—(Inquieta.) ¿No le has dicho nada?
STELLA.—Está muy poco en casa.
BLANCHE.—¿Viaja mucho?
STELLA.—Mucho.
BLANCHE.—Eso está bien.
STELLA.—(Bajo.) No soporto pasar las noches sola...
BLANCHE.—¡Vamos, Stella!
STELLA.—Si está una semana sin venir me puedo volver loca... Y el día que vuelve me echo en
sus brazos y rompo a llorar como una niña. (Sonríe.)
BLANCHE.—Eso se llama amor... (STELLA levanta la vista y sonríe con orgullo.) Stella...
STELLA.—Dime...
BLANCHE.—(Con rapidez.) No te he contado nada de lo que estarías esperando que te contase...
pero... me gustaría que fueras muy comprensiva con lo que te tengo que decir...
STELLA.—(Inquieta.) ¿De qué se trata, Blanche, de qué se trata?
BLANCHE.—Me lo vas a echar en cara, Stella... Sé que me lo vas a echar en cara... pero, antes...
recuerda que... que tú te viniste y yo me quedé luchando... Sí... tú nos dejaste para venir a Nueva
Orleans... no pensaste más que en ti... Yo me quedé sola en Belle-Reve... sola y... luchando para
salvarlo... No te hago ningún reproche, ¿sabes?, pero debes reconocer que dejaste todo el peso de
aquello sobre mis espaldas...
STELLA.—Hice lo que pude: buscarme un trabajo...
BLANCHE.—(Tiembla otra vez convulsivamente.) Sí, sí... eso lo sé... Pero abandonaste Belle-
Reve y yo no... Yo me quedé allí, luchando día y noche... Por poco me muero por defender la casa...
STELLA.—Cuéntame lo que ha pasado y deja de hacer una escena. ¿Qué significa eso de que
luchaste y luchaste por defender la casa?
BLANCHE.—Sabía que al enterarte de la pérdida reaccionarías de esa manera.
STELLA.—¿De qué pérdida estás hablando? ¿De Belle-Reve? ¿Es qué hemos perdido la casa...?
BLANCHE.—Sí, Stella.
(Las miradas de las dos hermanas se enfrentan por encima del hule amarillo que hay sobre la
mesa, BI.ANCHF. afirma ligeramente con la cabeza y STELLA baja la suya, muy despacio, hasta
hundirla entre sus manos, apoyadas sobre el hule. Se oye más fuerte la música negra del piano,
BLANCHE se lleva un pañuelo a la frente.)
STELLA.—¿Cómo la hemos perdido? ¿Cómo? (BLANCHE se levanta bruscamente.)
BLANCHE.—¿Qué cómo?... ¿Eso es todo? Te has vuelto delicadísima.
STELLA.—¡Blanche!
BLANCHE.—Delicadísima. Te sientas ahí y me acusas de todo...
STELLA.—¡Blanche!
BLANCHE.—Sí, Blanche... Blanche que recibió en la cara y en el cuerpo todos los golpes del
mundo... ¡Tantas muertes!... ¡Tantas idas, una detrás de otra, al cementerio...! Papá muerto, mamá
muerta... y Margarita, muerta de aquella enfermedad tan horrible... ¿Sabías que se hinchó como un
globo y no pudimos meterla en el féretro? La quemamos como se quema la basura... Llegaste tan
justa al entierro que no te enteraste de nada... Y los entierros no están nada mal cuando se compara
con la muerte... Un desfile silencioso... Pero la muerte... la muerte es otra cosa... Una respiración
ronca... una voz que rechina... alguien que llora pidiéndote que no la dejes viva... ¡Cómo si tú
pudieses hacer algo! En cambio los entierros son tranquilos... rodeados de flores... Buenos ataúdes...
Se los llevan en paz y si no estuviese en la agonía, cuando te pedían que los retuvieses, no podrías
sospechar que lucharon y lucharon para sangrar y para respirar... No... tú ni siquiera puedes
imaginártelo... Pero es que yo lo vi... yo lo vi... yo lo vi... Y ahora te sientas ahí, tranquilamente, a
decirme con la mirada que yo tengo la culpa de que perdiésemos esa casa... ¿Cómo crees que
pagamos las cuentas de tanta enfermedad y tanto entierro? La muerte es muy cara, Stellita, muy
cara...
Y detrás de Margarita murió la prima Jessie... La parca era una segadora instalada a la puerta de
nuestra casa... Stella... cielo mío... así es como perdí la casa... Ninguno de ellos tenía un miserable
seguro y ninguno dejó un céntimo. Bueno, sí... la pobrecilla Jessie dejó cien dólares... lo que nos
costó el féretro...
Y eso fue todo, Stella. Así fue... me quedé con el miserable sueldo que me pagaban en la
escuela... Así que... échame la culpa... Quédate ahí mirándome, segura de que yo soy responsable de
haber perdido la casa... Pero, ¿dónde estabas tú, Stella?... ¿Dónde estabas? Estabas aquí... aquí...
viviendo con tu polonés... (STELLA se incorpora bruscamente.)
STELLA.—¡Ya está bien, Blanche! ¡Cállate! (Va a macharse.)
BLANCHE.—¿Dónde vas?
STELLA.—A lavarme. Al cuarto de baño.
BLANCHE.—Pero si... ¡estás llorando, Estrellita!
STELLA—Claro... ¿También te sorprende eso?
Escena entre Lady Cordelia (María) y Lady Marjorie (Isabel)
Isabel (A Leicester): ¿Cómo se llama este sitio?
Leicester: El castillo de Fotheringhay.
Isabel (A Talbot): Ordenad que mi comitiva regrese a Londres. El gentío se agolpa a mi paso, y ansiamos descansar en este tranquilo parque. (Talbot ordena a la comitiva que se aleje. Isabel clava la mirada en María, y continúa hablando con Paulet.) Mi buen pueblo me ama demasiado. Las manifestaciones de su júbilo no conocen medida, y rayan en idolatría: así se honra a los dioses, no a los mortales.
María (Que durante estas palabras, ha seguido apoyada sin fuerza en brazos de su nodriza, alza la frente, y su mirada choca con la de Isabel. María se estremece de espanto y vuelve a echarse en brazos de Ana) ¡Dios mío! ¡su cara dice que no tiene corazón!
Isabel: ¿Quién es esta mujer? (Silencio general.)
Leicester: Reina, os halláis en Fotheringhay.
Isabel (Afecta sorprenderse y dirige a Leicester una mirada sombría.): ¿Quién me ha traído aquí, lord Leicester?
Leicester: Esto es hecho, señora, y pues que el cielo guió hacia aquí vuestros pasos, dejad que triunfe la piedad y la grandeza de alma.
Talbot: Dejaos vencer, señora, y volved los ojos a la infortunada que sucumbe a vuestra presencia.
(María recoge sus fuerzas, e intenta aproximarse a Isabel, pero se detiene; su cara revela la violenta agitación de su ánimo.)
Isabel: ¡Cómo, mis señores! ¿Quién me habló de la sumisión de esta mujer? Tengo delante de mí a una orgullosa, a quien la desgracia no ha podido abatir.
María: Sea; quiero someterme a este nuevo dolor. Lejos de mí, el impotente orgullo de un alma elevada; voy a olvidar lo que soy, y cuanto he sufrido, para prosternarme a los pies de la que fue causa de mi oprobio. (Dirigiéndose a la Reina) El cielo ha pronunciado en vuestro favor, hermana mía, y la victoria ha coronado vuestra dichosa frente. Adoro la Divinidad que así os hizo grande. (Se arrodilla delante de ella) Pero sed generosa para conmigo, hermana mía; no me dejéis hundida en la humillación; tendedme vuestra real mano para realzarme de mi profunda caída.
Isabel (retrocediendo): Este es vuestro lugar, lady María; y doy gracias a Dios por su bondad, cuando ha permitido que me viera como vos, a las plantas de mi rival.
María (con creciente emoción): Pensad en las vicisitudes de las cosas humanas. Existe un Dios que castiga la arrogancia; honrad y temed a la terrible Divinidad, que me arroja a vuestros pies, por respeto a los testigos de esta escena, ajenos a ella; honraos a vos, honrándome a mí; no ofendáis, no profanéis la sangre de los Tudor, que corre por vuestras venas, como por las mías. ¡Ah!, no seáis, por Dios, inaccesible y dura como la escarpada roca a la que en vano el náufrago se esfuerza en asirse. Todo mi ser, mi vida, mi suerte, dependen de mis palabras y del poder de mi llanto; ¡abrid mi corazón para que pueda yo conmover el vuestro! Si me dirigís tan glacial mirada, el corazón trémulo de espanto se cierra, se detiene el torrente de mis lágrimas y el terror hiela en el seno mis súplicas.
Isabel (con ademán frío y severo): ¿Qué tenéis que decirme, lady Estuardo, puesto que habéis pretendido hablar conmigo? Olvidé que soy una reina cruelmente ultrajada para cumplir con el piadoso deber de hermana, y ofreceros el consuelo de verme. Cedo con ello a un impulso de generosidad, exponiéndome a justa censuras por haber descendido hasta ese punto... porque harto sabéis que quisisteis matarme.
María: ¡Cómo empezar, cómo usar de tal modo de la prudencia, que logre conmover vuestro corazón, sin ofenderle en lo más mínimo! ¡Oh, Señor, comunica toda fuerza persuasiva a mis palabras, y arráncales todo aguijón! Me es imposible hablar en mi propio favor, sin acusaros gravemente, y no lo deseo. Vuestro modo de proceder para conmigo no fue ciertamente justo, porque soy reina al par que vos, y me habéis detenido prisionera; llegué aquí suplicante, y vos despreciando en mí las sagradas leyes de la hospitalidad y el derecho de gentes, me encerrasteis entre los muros de un calabozo; habéis alejado de mí, con crueldad, mis amigos y mis criados, y sujetádome a indignas privaciones. He sido forzada a comparecer ante un tribunal indigno...; pero, en fin, no hablemos más de semejantes crueldades. Cuántas sufrí, húndanse en eterno olvido. Mirad; quiero atribuirlo todo al destino; ni vos sois ya culpable, ni yo tampoco. Un genio infernal surgió del fondo del abismo para inflamar en nuestros corazones el odio ardiente que nos dividió desde los primeros años, y que ha crecido con nosotras. Algunos malvados atizaron la miserable llama; algunos fanáticos pusieron el puñal y la espada en manos cuyo socorro nadie reclamó. Tal es el destino fatal de los reyes; sus odios desgarran el mundo; sus enemistades desencadenan sobre él, el tropel de las Furias. Ahora, no existe ya entre nosotras ningún intermediario. (Se acerca a ella confiada y habla con acento cariñoso.) Henos, por fin, una enfrente de otra; hablad, hermana mía, decidme en qué falté, porque ansío daros satisfacción. ¡Ay de mí! ¡Cómo no consentisteis en recibirme, cuando con tal instancia os lo pedía! Las cosas no hubieran llegado a tal extremo, ni ahora nos encontraríamos en tan siniestro y triste sitio.
Isabel: Mi buena estrella me preservó entonces de avivar la serpiente en mi propio seno. No acuséis a la suerte, mas sí a la perversidad de vuestra alma y a la ambición de vuestra familia. No había estallado aún ninguna enemistad entre ambas, cuando ya vuestro tío, el prelado arrogante y ambicioso que atenta contra todas las coronas, os inspiró propósitos de guerra, y os persuadió locamente a empuñar las armas, a usurpar mi corona, y a empeñar conmigo un duelo a muerte. ¿Qué enemigos no suscitó contra mí? La voz de los sacerdotes, la espada de los pueblos, las temibles armas del fanatismo religioso; aquí mismo, en medio de mi pacífico reino, vino a atizar el fuego de la discordia; mas Dios está conmigo, y el orgulloso sacerdote no ha triunfado; el golpe fatal amenazaba mi cabeza, y cae la vuestra.
María: Me hallo en manos de Dios; espero que no abusaréis hasta tal punto de vuestro poder.
Isabel: ¿Y quién podría impedírmelo? Vuestro tío enseñó con su ejemplo a los reyes el modo de hacer la paz con sus enemigos. La noche de San Bartolomé, me servirá de lección. ¿Qué me han de importar los vínculos de la sangre y el derecho de gentes, si la Iglesia rompe todo vínculo, y consagra el regicidio y el perjurio? No haré más que practicar lo que enseñan vuestros sacerdotes. Decidme ¿quién saldría fiador de vuestra conducta, si cediendo a la generosidad rompiera tales cadenas? ¿Existe por ventura un castillo donde asegurarme de vuestra fidelidad, que las llaves de Pedro no puedan abrir? ¡Sólo en la fuerza reside mi seguridad! ¡No quiero alianza alguna con la raza de las serpientes!
María: ¡Oh, qué triste, qué cruel sospecha! Me habéis tenido siempre por enemiga, por extranjera, cuando si me hubieseis declarado vuestra sucesora respetando los derechos de mi cuna, por gratitud y amor hubierais hallado en mí una fiel amiga, una fiel parienta.
Isabel: Lady Estuardo, vuestra amistad está en otra parte; vuestra familia es el papismo, y vuestros hermanos los frailes. ¡Qué os declarase mi sucesora! (...) Para que aún durante mi reinado alucinarais a mi pueblo, y como Armida, prendierais en vuestras redes seductoras la juventud del reino, convirtiendo todas las moradas hacia el nuevo sol...
María: Reinad en paz; renuncio a toda pretensión a la corona. ¡Desdichada de mí! ¡Siento paralizados los impulsos de mi ánimo y la grandeza no guarda ya atractivos para mí! Habéis alcanzado vuestro propósito; ya no soy más que la sombra de María. Rota la altivez de mi alma con las injurias de la cárcel, me habéis reducido al último extremo, aniquilado en la flor de mis años. Ahora, acabad, hermana; pronunciad la palabra que os ha traído aquí, porque no puedo creer que aquí os conduzca el intento de insultar cruelmente a vuestra víctima. Pronunciad esta palabra; decid, por fin: sois libre, María; habéis probado mi rigor, aprended ahora a honrar mi generosidad. Decidlo, y recibiré mi libertad y mi vida como presente de vuestra mano. Una palabra, y no os alejáis, hermana, todo. ¡Ah! no me forcéis a aguardarla por mucho tiempo. ¡Ay de vos si no se pone fin a todo con esta palabra, y no nos alejáis, hermana, como divinidad gloriosa y bienhechora! Ni por esta rica y poderosa comarca, ni por toda la tierra que ciñe el Océano, quisiera parecer a vuestros ojos como vos pareceréis… a los míos.
Isabel: ¡Por fin, os dais por vencida! ¿Se acabaron vuestras conjuraciones? ¿No queda ya un solo asesino en marcha?... ¿Se acabaron los aventureros, dispuestos a ejecutar por vos una acción caballeresca? Sí; con los nuevos cuidados que preocupan al mundo, lady María, ya no seduciréis a nadie..., nadie ha de aspirar al título de cuarto marido, porque así matáis a los amantes como a los maridos.
María (estallando de cólera): ¡Hermana! ¡Hermana...! ¡Oh, Dios mío! ...dadme prudencia.
Isabel (contemplándola largo rato con orgulloso desprecio): Lord Leicester, ¿éstos son los hechizos que ningún hombre contempla impunemente, ni hubo mujer que osara arrostrar su comparación? En verdad que semejante nombradía fue adquirida a bien bajo precio. Está visto que para ser bella a los ojos de todos, basta ser de todos.
María: ¡Ah... esto es demasiado!
Isabel (con risa burlona): Mostradnos vuestro verdadero rostro, porque hasta ahora sólo hemos visto la máscara.
María (Inflamada de cólera; con noble dignidad): He cometido faltas; la juventud, la flaqueza humana, el poder, me llevaron fuera de camino; pero nunca me oculté en la sombra; con real franqueza he desdeñado siempre toda falsa apariencia. Cuantos delitos cometí, aún los más graves, los sabe el mundo, y puedo decir que valgo más que mi reputación... En cambio ¡ay de vos, si alguien os arrancara de los hombros el manto de honor con que encubre la hipocresía los frenéticos ardores de vuestra secreta concupiscencia!... No habréis heredado ciertamente de vuestra madre el honor... ¡Ya sabemos por qué virtud subió Ana Bolena al cadalso!
Talbot (Interponiéndose entre ambas): ¡Oh! ¡Dios! ¡A este punto habían de llegar las cosas! ¿Esta es sumisión, esta es moderación, lady María?
María: ¡Moderación! ¡He soportado cuanto puede soportar el alma humana! ¡Basta de resignación!... Retorna al cielo, dolorosa paciencia, y tú, ira por tanto tiempo comprimida, rompe tus cadenas, sal de tu guarida...; tú que diste al basilisco irritado miradas que matan, pon en mis labios el dardo venenoso.
Talbot: ¡Oh!... está fuera de sí; perdonad a su arrebato su cruel irritación. (Isabel, muda de rabia, lanza a María coléricas miradas.)
Leicester (vivamente agitado, trata de llevarse a Isabel): No escuchéis su furor; alejaos de este sitio fatal.
María: ¡El trono de Inglaterra está profanado por una BASTARDA! ¡El noble pueblo de Inglaterra es engañado por una bellaca, por una comediante! Si la justicia hubiese triunfado de la suerte, os veríamos hundida en el polvo a mi presencia, porque yo... yo... soy vuestra reina. (Isabel se aleja rápidamente; los lores la siguen vivamente perturbados.)
Leicester: El castillo de Fotheringhay.
Isabel (A Talbot): Ordenad que mi comitiva regrese a Londres. El gentío se agolpa a mi paso, y ansiamos descansar en este tranquilo parque. (Talbot ordena a la comitiva que se aleje. Isabel clava la mirada en María, y continúa hablando con Paulet.) Mi buen pueblo me ama demasiado. Las manifestaciones de su júbilo no conocen medida, y rayan en idolatría: así se honra a los dioses, no a los mortales.
María (Que durante estas palabras, ha seguido apoyada sin fuerza en brazos de su nodriza, alza la frente, y su mirada choca con la de Isabel. María se estremece de espanto y vuelve a echarse en brazos de Ana) ¡Dios mío! ¡su cara dice que no tiene corazón!
Isabel: ¿Quién es esta mujer? (Silencio general.)
Leicester: Reina, os halláis en Fotheringhay.
Isabel (Afecta sorprenderse y dirige a Leicester una mirada sombría.): ¿Quién me ha traído aquí, lord Leicester?
Leicester: Esto es hecho, señora, y pues que el cielo guió hacia aquí vuestros pasos, dejad que triunfe la piedad y la grandeza de alma.
Talbot: Dejaos vencer, señora, y volved los ojos a la infortunada que sucumbe a vuestra presencia.
(María recoge sus fuerzas, e intenta aproximarse a Isabel, pero se detiene; su cara revela la violenta agitación de su ánimo.)
Isabel: ¡Cómo, mis señores! ¿Quién me habló de la sumisión de esta mujer? Tengo delante de mí a una orgullosa, a quien la desgracia no ha podido abatir.
María: Sea; quiero someterme a este nuevo dolor. Lejos de mí, el impotente orgullo de un alma elevada; voy a olvidar lo que soy, y cuanto he sufrido, para prosternarme a los pies de la que fue causa de mi oprobio. (Dirigiéndose a la Reina) El cielo ha pronunciado en vuestro favor, hermana mía, y la victoria ha coronado vuestra dichosa frente. Adoro la Divinidad que así os hizo grande. (Se arrodilla delante de ella) Pero sed generosa para conmigo, hermana mía; no me dejéis hundida en la humillación; tendedme vuestra real mano para realzarme de mi profunda caída.
Isabel (retrocediendo): Este es vuestro lugar, lady María; y doy gracias a Dios por su bondad, cuando ha permitido que me viera como vos, a las plantas de mi rival.
María (con creciente emoción): Pensad en las vicisitudes de las cosas humanas. Existe un Dios que castiga la arrogancia; honrad y temed a la terrible Divinidad, que me arroja a vuestros pies, por respeto a los testigos de esta escena, ajenos a ella; honraos a vos, honrándome a mí; no ofendáis, no profanéis la sangre de los Tudor, que corre por vuestras venas, como por las mías. ¡Ah!, no seáis, por Dios, inaccesible y dura como la escarpada roca a la que en vano el náufrago se esfuerza en asirse. Todo mi ser, mi vida, mi suerte, dependen de mis palabras y del poder de mi llanto; ¡abrid mi corazón para que pueda yo conmover el vuestro! Si me dirigís tan glacial mirada, el corazón trémulo de espanto se cierra, se detiene el torrente de mis lágrimas y el terror hiela en el seno mis súplicas.
Isabel (con ademán frío y severo): ¿Qué tenéis que decirme, lady Estuardo, puesto que habéis pretendido hablar conmigo? Olvidé que soy una reina cruelmente ultrajada para cumplir con el piadoso deber de hermana, y ofreceros el consuelo de verme. Cedo con ello a un impulso de generosidad, exponiéndome a justa censuras por haber descendido hasta ese punto... porque harto sabéis que quisisteis matarme.
María: ¡Cómo empezar, cómo usar de tal modo de la prudencia, que logre conmover vuestro corazón, sin ofenderle en lo más mínimo! ¡Oh, Señor, comunica toda fuerza persuasiva a mis palabras, y arráncales todo aguijón! Me es imposible hablar en mi propio favor, sin acusaros gravemente, y no lo deseo. Vuestro modo de proceder para conmigo no fue ciertamente justo, porque soy reina al par que vos, y me habéis detenido prisionera; llegué aquí suplicante, y vos despreciando en mí las sagradas leyes de la hospitalidad y el derecho de gentes, me encerrasteis entre los muros de un calabozo; habéis alejado de mí, con crueldad, mis amigos y mis criados, y sujetádome a indignas privaciones. He sido forzada a comparecer ante un tribunal indigno...; pero, en fin, no hablemos más de semejantes crueldades. Cuántas sufrí, húndanse en eterno olvido. Mirad; quiero atribuirlo todo al destino; ni vos sois ya culpable, ni yo tampoco. Un genio infernal surgió del fondo del abismo para inflamar en nuestros corazones el odio ardiente que nos dividió desde los primeros años, y que ha crecido con nosotras. Algunos malvados atizaron la miserable llama; algunos fanáticos pusieron el puñal y la espada en manos cuyo socorro nadie reclamó. Tal es el destino fatal de los reyes; sus odios desgarran el mundo; sus enemistades desencadenan sobre él, el tropel de las Furias. Ahora, no existe ya entre nosotras ningún intermediario. (Se acerca a ella confiada y habla con acento cariñoso.) Henos, por fin, una enfrente de otra; hablad, hermana mía, decidme en qué falté, porque ansío daros satisfacción. ¡Ay de mí! ¡Cómo no consentisteis en recibirme, cuando con tal instancia os lo pedía! Las cosas no hubieran llegado a tal extremo, ni ahora nos encontraríamos en tan siniestro y triste sitio.
Isabel: Mi buena estrella me preservó entonces de avivar la serpiente en mi propio seno. No acuséis a la suerte, mas sí a la perversidad de vuestra alma y a la ambición de vuestra familia. No había estallado aún ninguna enemistad entre ambas, cuando ya vuestro tío, el prelado arrogante y ambicioso que atenta contra todas las coronas, os inspiró propósitos de guerra, y os persuadió locamente a empuñar las armas, a usurpar mi corona, y a empeñar conmigo un duelo a muerte. ¿Qué enemigos no suscitó contra mí? La voz de los sacerdotes, la espada de los pueblos, las temibles armas del fanatismo religioso; aquí mismo, en medio de mi pacífico reino, vino a atizar el fuego de la discordia; mas Dios está conmigo, y el orgulloso sacerdote no ha triunfado; el golpe fatal amenazaba mi cabeza, y cae la vuestra.
María: Me hallo en manos de Dios; espero que no abusaréis hasta tal punto de vuestro poder.
Isabel: ¿Y quién podría impedírmelo? Vuestro tío enseñó con su ejemplo a los reyes el modo de hacer la paz con sus enemigos. La noche de San Bartolomé, me servirá de lección. ¿Qué me han de importar los vínculos de la sangre y el derecho de gentes, si la Iglesia rompe todo vínculo, y consagra el regicidio y el perjurio? No haré más que practicar lo que enseñan vuestros sacerdotes. Decidme ¿quién saldría fiador de vuestra conducta, si cediendo a la generosidad rompiera tales cadenas? ¿Existe por ventura un castillo donde asegurarme de vuestra fidelidad, que las llaves de Pedro no puedan abrir? ¡Sólo en la fuerza reside mi seguridad! ¡No quiero alianza alguna con la raza de las serpientes!
María: ¡Oh, qué triste, qué cruel sospecha! Me habéis tenido siempre por enemiga, por extranjera, cuando si me hubieseis declarado vuestra sucesora respetando los derechos de mi cuna, por gratitud y amor hubierais hallado en mí una fiel amiga, una fiel parienta.
Isabel: Lady Estuardo, vuestra amistad está en otra parte; vuestra familia es el papismo, y vuestros hermanos los frailes. ¡Qué os declarase mi sucesora! (...) Para que aún durante mi reinado alucinarais a mi pueblo, y como Armida, prendierais en vuestras redes seductoras la juventud del reino, convirtiendo todas las moradas hacia el nuevo sol...
María: Reinad en paz; renuncio a toda pretensión a la corona. ¡Desdichada de mí! ¡Siento paralizados los impulsos de mi ánimo y la grandeza no guarda ya atractivos para mí! Habéis alcanzado vuestro propósito; ya no soy más que la sombra de María. Rota la altivez de mi alma con las injurias de la cárcel, me habéis reducido al último extremo, aniquilado en la flor de mis años. Ahora, acabad, hermana; pronunciad la palabra que os ha traído aquí, porque no puedo creer que aquí os conduzca el intento de insultar cruelmente a vuestra víctima. Pronunciad esta palabra; decid, por fin: sois libre, María; habéis probado mi rigor, aprended ahora a honrar mi generosidad. Decidlo, y recibiré mi libertad y mi vida como presente de vuestra mano. Una palabra, y no os alejáis, hermana, todo. ¡Ah! no me forcéis a aguardarla por mucho tiempo. ¡Ay de vos si no se pone fin a todo con esta palabra, y no nos alejáis, hermana, como divinidad gloriosa y bienhechora! Ni por esta rica y poderosa comarca, ni por toda la tierra que ciñe el Océano, quisiera parecer a vuestros ojos como vos pareceréis… a los míos.
Isabel: ¡Por fin, os dais por vencida! ¿Se acabaron vuestras conjuraciones? ¿No queda ya un solo asesino en marcha?... ¿Se acabaron los aventureros, dispuestos a ejecutar por vos una acción caballeresca? Sí; con los nuevos cuidados que preocupan al mundo, lady María, ya no seduciréis a nadie..., nadie ha de aspirar al título de cuarto marido, porque así matáis a los amantes como a los maridos.
María (estallando de cólera): ¡Hermana! ¡Hermana...! ¡Oh, Dios mío! ...dadme prudencia.
Isabel (contemplándola largo rato con orgulloso desprecio): Lord Leicester, ¿éstos son los hechizos que ningún hombre contempla impunemente, ni hubo mujer que osara arrostrar su comparación? En verdad que semejante nombradía fue adquirida a bien bajo precio. Está visto que para ser bella a los ojos de todos, basta ser de todos.
María: ¡Ah... esto es demasiado!
Isabel (con risa burlona): Mostradnos vuestro verdadero rostro, porque hasta ahora sólo hemos visto la máscara.
María (Inflamada de cólera; con noble dignidad): He cometido faltas; la juventud, la flaqueza humana, el poder, me llevaron fuera de camino; pero nunca me oculté en la sombra; con real franqueza he desdeñado siempre toda falsa apariencia. Cuantos delitos cometí, aún los más graves, los sabe el mundo, y puedo decir que valgo más que mi reputación... En cambio ¡ay de vos, si alguien os arrancara de los hombros el manto de honor con que encubre la hipocresía los frenéticos ardores de vuestra secreta concupiscencia!... No habréis heredado ciertamente de vuestra madre el honor... ¡Ya sabemos por qué virtud subió Ana Bolena al cadalso!
Talbot (Interponiéndose entre ambas): ¡Oh! ¡Dios! ¡A este punto habían de llegar las cosas! ¿Esta es sumisión, esta es moderación, lady María?
María: ¡Moderación! ¡He soportado cuanto puede soportar el alma humana! ¡Basta de resignación!... Retorna al cielo, dolorosa paciencia, y tú, ira por tanto tiempo comprimida, rompe tus cadenas, sal de tu guarida...; tú que diste al basilisco irritado miradas que matan, pon en mis labios el dardo venenoso.
Talbot: ¡Oh!... está fuera de sí; perdonad a su arrebato su cruel irritación. (Isabel, muda de rabia, lanza a María coléricas miradas.)
Leicester (vivamente agitado, trata de llevarse a Isabel): No escuchéis su furor; alejaos de este sitio fatal.
María: ¡El trono de Inglaterra está profanado por una BASTARDA! ¡El noble pueblo de Inglaterra es engañado por una bellaca, por una comediante! Si la justicia hubiese triunfado de la suerte, os veríamos hundida en el polvo a mi presencia, porque yo... yo... soy vuestra reina. (Isabel se aleja rápidamente; los lores la siguen vivamente perturbados.)
Escena entre Lady Cordelia (Adela) y Lady Marjorie (Martirio)
(Martirio cierra la puerta por donde ha salido María Josefa y se dirige a la puerta del corral. Allí vacila, pero avanza dos pasos más.)
Martirio: (En voz baja.) Adela. (Pausa. Avanza hasta la misma puerta. En voz alta.) ¡Adela!
(Aparece Adela. Viene un poco despeinada.)
Adela: ¿Por qué me buscas?
Martirio: ¡Deja a ese hombre!
Adela: ¿Quién eres tú para decírmelo?
Martirio: No es ése el sitio de una mujer honrada.
Adela: ¡Con qué ganas te has quedado de ocuparlo!
Martirio: (En voz alta.) Ha llegado el momento de que yo hable. Esto no puede seguir así.
Adela: Esto no es más que el comienzo. He tenido fuerza para adelantarme. El brío y el mérito que tú no tienes. He visto la muerte debajo de estos techos y he salido a buscar lo que era mío, lo que me pertenecía.
Martirio: Ese hombre sin alma vino por otra. Tú te has atravesado.
Adela: Vino por el dinero, pero sus ojos los puso siempre en mí.
Martirio: Yo no permitiré que lo arrebates. El se casará con Angustias.
Adela: Sabes mejor que yo que no la quiere.
Martirio: Lo sé.
Adela: Sabes, porque lo has visto, que me quiere a mí.
Martirio: (Desesperada.) Sí.
Adela: (Acercándose.) Me quiere a mí, me quiere a mí.
Martirio: Clávame un cuchillo si es tu gusto, pero no me lo digas más.
Adela: Por eso procuras que no vaya con él. No te importa que abrace a la que no quiere. A mí, tampoco. Ya puede estar cien años con Angustias. Pero que me abrace a mí se te hace terrible, porque tú lo quieres también, ¡lo quieres!
Martirio: (Dramática.) ¡Sí! Déjame decirlo con la cabeza fuera de los embozos. ¡Sí! Déjame que el pecho se me rompa como una granada de amargura. ¡Le quiero!
Adela: (En un arranque, y abrazándola.) Martirio, Martirio, yo no tengo la culpa.
Martirio: ¡No me abraces! No quieras ablandar mis ojos. Mi sangre ya no es la tuya, y aunque quisiera verte como hermana no te miro ya más que como mujer. (La rechaza.)
Adela: Aquí no hay ningún remedio. La que tenga que ahogarse que se ahogue. Pepe el Romano es mío. Él me lleva a los juncos de la orilla.
Martirio: ¡No será!
Adela: Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiera que sea. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré delante de todos la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre casado.
Martirio: ¡Calla!
Adela: Sí, sí. (En voz baja.) Vamos a dormir, vamos a dejar que se case con Angustias. Ya no me importa. Pero yo me iré a una casita sola donde él me verá cuando quiera, cuando le venga en gana.
Martirio: Eso no pasará mientras yo tenga una gota de sangre en el cuerpo.
Adela: No a ti, que eres débil: a un caballo encabritado soy capaz de poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique.
Martirio: No levantes esa voz que me irrita. Tengo el corazón lleno de una fuerza tan mala, que sin quererlo yo, a mí misma me ahoga.
Adela: Nos enseñan a querer a las hermanas. Dios me ha debido dejar sola, en medio de la oscuridad, porque te veo como si no te hubiera visto nunca.
(Se oye un silbido y Adela corre a la puerta, pero Martirio se le pone delante.)
Martirio: ¿Dónde vas?
Adela: ¡Quítate de la puerta!
Martirio: ¡Pasa si puedes!
Adela: ¡Aparta! (Lucha.)
Martirio: (A voces.) ¡Madre, madre!
Adela: ¡Déjame!
(Aparece Bernarda. Sale en enaguas con un mantón negro.)
Bernarda: Quietas, quietas. ¡Qué pobreza la mía, no poder tener un rayo entre los dedos!