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HISTORIA DE LA BELLEZA DE UMBERTO ECO


De Umberto Eco pocas cosas pueden sorprendernos. El autor de “Obra abierta” se maneja a la perfección en casi todos los géneros: igual explica cómo se hace una tesis doctoral e imparte consejos sobre semiótica o la interpretación, que redacta sus diarios, o es capaz de escribir un libro tan sorprendente como “Kant y el ornitorrinco”. O de ensayar nuevos modelos de narrativa histórica, con huellas de novela negra, en “El nombre de la rosa” (1980) o glosando, en cierto modo, un libro tan complejo como “El Criticón” de Baltasar Gracián en “La isla del día de antes” (1994), que es un auténtico ‘tour de force’ alrededor del complejo universo del Barroco. Hace unos meses aparecía en Italia, y ahora en Lumen, un libro que se antoja muy sugestivo: “Historia de la belleza”.

Eco, en un conciso prólogo, explica que no es éste un libro de arte (ni de la música o de la literatura), sino un volumen de las “ideas que se han ido expresando sobre el arte cuando esas ideas establezcan una relación entre arte y belleza”. Agregamos que esa relación es constante a lo largo del libro, y las riquísimas ilustraciones ratifican esa presencia y la evolución misma del sustantivo belleza, término que se usaba para definir la cualidad de algo que nos gusta. Eco, recuerda de partida, que en distintas época lo Bueno y lo Bello han sido perfectos sinónimos. Añade algunas consideraciones de interés: la modernidad ha subestimado la belleza de la naturaleza, algo que elogiaron y buscaron etapas anteriores; y que una de las funciones del arte ha sido a lo largo de la historia “hacer bien las cosas”. Precisa que este libro nace del principio de que “la belleza nunca ha sido algo absoluto e inmutable, sino que ha ido adoptando distintos rostros según la época histórica y el país”. Eco incluye otro concepto básico: la mirada subjetiva.

A partir de ahí empieza su travesía por la cultura occidental, que arranca de los griegos y de su concepto de la representación de lo bello asociado al canon, con dos citas claves. Hesíodo decía que “El que es bello es amado, el que no es bello no es amado”, y el oráculo de Delfos respondía: “Lo más justo es lo más bello”. Y en aras de otra característica muy determinante como la proporción –tan cantada por Platón-, añadía el oráculo: “Respeta el límite”, “Odia la insolencia”, o “De nada demasiado”. La belleza era, ya en Grecia, un antídoto contra los malos pensamientos o la idea del crimen. Eco, evocando los mundos de Homero, recuerda que Menelao, traicionado por la mujer más bella de la tierra, iba a matar a su esposa Helena de Troya, pero se detuvo al ver su hermoso y opulento seno.

El ciego Homero, como luego sus descendientes de la Grecia clásica, ya poseía una comprensión consciente de la belleza. Aquí Eco resume e introduce, sesgadamente, la individualidad de los objetos, asociada a la sensualidad y a la potencia de la música: “El objeto bello lo es virtud de su forma, que satisface los sentidos, especialmente la vista y el oído”, aunque en el ser humano existen otros atributos cautivadores y acaso invisibles como “las cualidades del alma y del carácter”. Los presocráticos como Heráclito matizan: “La belleza armónica del mundo se manifiesta como desorden casual”. Con este cañamazo, parece que ya queda señalado que “La Belleza es proporción y armonía”, ideal de los griegos que llegará con rotundidad hasta la Edad Media.

Umberto Eco, en su travesía por el universo de las ideas, recuerda el triángulo como símbolo de la igualdad perfecta, que pasará de Pitágoras a Miguel Buonarotti y a la proporción arquitectónica; aborda la importancia de los números y las matemáticas (para un personaje como Durero, las proporciones del cuerpo están basadas en modelos matemáticos rigurosos), y precisa el nuevo concepto de armonía como “equilibrio de contrastes”. Explica el escritor trasalpino que, casi paradójicamente, la representación en la larga y oscura Edad Media está pautada por la luz, una luz que brota del interior de los objetos, que ocultan una manantial de claridad, de ahí que se acuñen términos como Dios como luz, Belleza de fuego. Y Santo Tomás de Aquino alienta la idea de “el color como causa de belleza”.

Propia de la Edad Media es la belleza de los monstruos, representada ampliamente por El Bosco, Brueghel, Limbourg, Giovanni da Modena o el mismo Paolo Uccello. En ese momento, abundan los “bestiarios moralizados”; San Agustín aparece para esclarecer una contradicción aparente: “Los monstruos también son criaturas divinas; nacen por voluntad divina”. Y como consecuencia se llega a creer que “lo feo es necesario para la belleza”. Existe una criatura recurrente a lo largo de los siglos en la evolución de la belleza: la mujer, que pasa por distintas representaciones: la dama angelical (Botticelli), la dama sensual medieval, la dama huidiza, la dama de belleza supersensible, la Venus, que adopta una paulatina mutación. Aquí se ponen ejemplos muy diferentes en el arte: la mujer de belleza práctica de Vermeer, la mujer de belleza enigmática de Leonardo, la mujer de belleza huidiza o que se oculta de Velázquez, la mujer gracia o de belleza más inquieta, que encontramos en Durero y en los románticos… En el Barroco asistimos a una hermosura “que está más allá del bien y del mal, que puede expresar lo bello a través de lo feo, lo verdadero a través de lo falso, la vida a través de la muerte”, y recordamos aquí que la muerte es una obsesión barroca, y también será luego una obsesión simbolista.

Con la Ilustración, y en concreto con el Clasicismo, se establece una ecuación entre la moral y la beldad. Y paulatinamente irán apareciendo otros conceptos como la ambivalencia, lo sublime, la religión de la belleza o la aparición de un éxtasis sin Dios. El recorrido es realmente minucioso, y acaba con asuntos muy contemporáneos o vanguardistas: los nuevos objetos, la pasión por las máquinas, cantadas por los poetas; recuerda Eco que el gusto por las máquinas es una idea reciente. Y no puede olvidarse de una sentencia de Marinetti que ha hecho fortuna: “Un coche de carreras es más bello que la ‘Niké’ de Samotracia”. Y de ahí pasamos a la belleza de la provocación, a la revalorización de la materia y la vindicación de los “mass media” como una nueva forma de belleza, que Eco ilustra con la fotografía, con el cine, con Andy Warhol.

“Historia de la belleza” es un libro estupendo y ameno, con un aparato gráfico increíble, de excelentes reproducciones, y una inclinación a la amenidad constante, sin menoscabo del rigor.













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