El mundo de Hitchcock pasado por los intereses promocionales de las grandes productoras de Hollywood
El romanticismo del terror, herencia del gothic feeling, y el glamour de la Riviera francesa no siempre fueron incompatibles en esta obra del genial director. La atroz calavera de la madre de Tony Perkins en Psicosis bien pudo haber lucido el collar de Grace Kelly en Atrapa a un Ladrón. A la cabeza disecada que aterroriza a Ingrid Bergman en el lecho de Atormentada no le habría sentado mal la diadema que luce la actriz en alguna secuencia del filme. Diadema que fue, además, muy promocionada del mismo modo que para los stills en color destinados a la prensa los fotógrafos recurrieron a un tipo de iluminación basado en las pinturas inglesas del XVIII.
Y es que mientras Hitchcock preparaba sus complejos edificios emocionales, los artífices de los grandes estudios -Warner, Paramount o Metro- creaban las suntuosas iconografías destinadas a la imposición del glamour en la prensa de todo el mundo. Fotógrafos, iluminadores, figurinistas, maquilladores, joyeros y hasta algún peletero contribuyeron a convencer al público de que el terror también podía introducirlos en un emporio de quimeras sofisticadas.
Cuando todo se ha dicho -y se ha dicho mucho- sobre los impresionantes logros artísticos de Hitchcock, siempre quedará por descubrir el lado romántico de sus ficciones, su tendencia a mantener ciertos clichés establecidos desde los años 20. La fórmula triunfa plenamente a partir de su llegada a Hollywood. De un lado una iconografía severamente enmarcada en las exigencias del star system; del otro, el modo en que esta iconografía sirve a las obsesiones privadas del autor; el modo en que se convierten en fetiches. Muy a menudo se ha hecho hincapié en la figura de las rubias frígidas que despiden chispas inesperadas, y el propio Hitch lo ha confirmado en numerosas entrevistas, pero también se ha hablado con justicia de los adorables personajes secundarios, esas damas entre excéntricas y despistadas -como Jeysse Royce Landis en Atrapa a un ladrón y Con la muerte en los talones- o esas otras que observan el mundo a regañadientes, como la mítica ama de llaves señora Danvers -una de las grandes víboras de la historia del cine- o esas agradables matronas que, desde un segundo plano, siempre parecen saber más que los protagonistas, como la inmortal Thelma Ritter en La ventana indiscreta. E incluso hay secundarios de lujo, tanto lo son que pueden permitirse dominar la película sin aparecer en imagen, como la difunta Rebeca (1940).
El privilegio de los secundarios procede directamente del acervo literario británico, y es lo que da parte de su encanto, su categoría de alta comedia, a Alarma en el expreso (1938), y lo que otorga su potencial terrorífico a la primera versión de El hombre que sabía demasiado (en la segunda versión de 1956 sustituir al inquietante Peter Lorre por Doris Day fue un mal negocio, aunque ésta fuese rubia y entonase con gracia el famoso cantable ¿Que será, será?).
EL MAGO DEL SUSPENSE
Cuando Hitchcock llega a Hollywood para rodar Rebeca al servicio del todopoderoso David O’Selzcnik, su estilo está ya consolidado y además del consabido título de "mago del suspense" puede contársele como uno de los grandes maestros de la narrativa cinematográfica en los primeros tiempos del sonoro (la secuencia del restaurante de Inocencia y juventud, 1937, es una de esas proezas que garantizan la inmortalidad). De ahí la necesidad de revisar continuamente una etapa que hoy parece limitada al consumo de las ratitas de cinemateca. Ya desde la etapa muda destaca la importancia que Hitch concede al glamour de los actores. Es el que tenía Yvor Novello en El asesino de las viudas, o el de la actriz checa Annie Ondra en La muchacha de Londres (1929). Contrariamente a lo que se cree, Hitch no era aficionado a trabajar con actores desconocidos (si se exceptúa algún caso, que citaré más abajo). Silvia Sidney era ya una actriz consagrada cuando Hitch la utilizó en Sabotaje (1936); Nova Pilbeam, protagonista de Inocencia y juventud, era una gran favorita de los adolescentes británicos; también era conocida Margaret Lockwood, la decidida, impetuosa, un poco impertinente heroína de Alarma en el expreso (más adelante, Lockwood aumentaría su fama en los famosos melodramas de la Gainsborough, tipo Perfidia).
Las tres actrices están destinadas a encarnar prototipos que Hitch repetirá en su carrera americana; la heroína sufriente, obsesionada y a menudo perseguida (Sidney), la joven caprichosa, tocada por el bichito de la modernidad (Nova) y la aficionada a deshacer líos y entuertos, poniéndose en paridad al hombre, si no por encima de él (Lockwood).
También en los años treinta, aparece en la obra de Hitch el paradigma del glamour, encarnada en la rubia sofisticada. Ella es Madeleine Carroll, una rival en belleza de la inimitable Carole Lombard y una temprana premonición de lo que en los años cincuenta será Grace Kelly.
En Estados Unidos Hitch no se limitará a ampliar sus descubrimientos en el campo de la narrativa cinematográfica; retomará continuamente los prototipos citados, sin perder de vista que la industria americana está viviendo el último gran momento del star system. En este sentido no es de extrañar que, aun con todo su poder, se vea a veces obligado a recurrir a intérpretes inadecuados, pero que estaban bajo contrato con el estudio (esto es particularmente cierto en la época Warner, donde tiene que recurrir a actrices tan poco hitchcockianas como Jane Wyman, Ruth Roman y Anne Baxter). Lo disonante de estos nombres se nota más cuando pensamos en la absoluta adecuación de otros fetiches concertantes con el universo Hitch: Ingrid Bergman, Grace Kelly y Cary Grant, principalmente.
Como en el caso de todos los grandes creadores de la historia del cine, Hitch tuvo que luchar contra los intereses comerciales de las productoras, pero es curioso que ambas posturas coincidan en una misma necesidad de dorarle la píldora al público por medio del glamour. Aunque ya he señalado que no siempre fue así: el agobiante realismo de Falso culpable (1957)no se explicaría en estos términos. Tampoco la sensación de anonimato que despide esa deliciosa, poco reconocida comedia macabra que fue Pero ¿quién mató a Harry? (1955), cuyo reparto está compuesto por actores secundarios de la Paramount, incluida una Shirley Mac Laine en sus principios. Por una vez Hitch, la industria y el público no coincidieron, ya que el filme fue un fracaso en taquilla. Evidentemente,el collar de Grace Kelly y la galanura otoñal de Cary Grant seguían mandando.
Y es que mientras Hitchcock preparaba sus complejos edificios emocionales, los artífices de los grandes estudios -Warner, Paramount o Metro- creaban las suntuosas iconografías destinadas a la imposición del glamour en la prensa de todo el mundo. Fotógrafos, iluminadores, figurinistas, maquilladores, joyeros y hasta algún peletero contribuyeron a convencer al público de que el terror también podía introducirlos en un emporio de quimeras sofisticadas.
Cuando todo se ha dicho -y se ha dicho mucho- sobre los impresionantes logros artísticos de Hitchcock, siempre quedará por descubrir el lado romántico de sus ficciones, su tendencia a mantener ciertos clichés establecidos desde los años 20. La fórmula triunfa plenamente a partir de su llegada a Hollywood. De un lado una iconografía severamente enmarcada en las exigencias del star system; del otro, el modo en que esta iconografía sirve a las obsesiones privadas del autor; el modo en que se convierten en fetiches. Muy a menudo se ha hecho hincapié en la figura de las rubias frígidas que despiden chispas inesperadas, y el propio Hitch lo ha confirmado en numerosas entrevistas, pero también se ha hablado con justicia de los adorables personajes secundarios, esas damas entre excéntricas y despistadas -como Jeysse Royce Landis en Atrapa a un ladrón y Con la muerte en los talones- o esas otras que observan el mundo a regañadientes, como la mítica ama de llaves señora Danvers -una de las grandes víboras de la historia del cine- o esas agradables matronas que, desde un segundo plano, siempre parecen saber más que los protagonistas, como la inmortal Thelma Ritter en La ventana indiscreta. E incluso hay secundarios de lujo, tanto lo son que pueden permitirse dominar la película sin aparecer en imagen, como la difunta Rebeca (1940).
El privilegio de los secundarios procede directamente del acervo literario británico, y es lo que da parte de su encanto, su categoría de alta comedia, a Alarma en el expreso (1938), y lo que otorga su potencial terrorífico a la primera versión de El hombre que sabía demasiado (en la segunda versión de 1956 sustituir al inquietante Peter Lorre por Doris Day fue un mal negocio, aunque ésta fuese rubia y entonase con gracia el famoso cantable ¿Que será, será?).
EL MAGO DEL SUSPENSE
Cuando Hitchcock llega a Hollywood para rodar Rebeca al servicio del todopoderoso David O’Selzcnik, su estilo está ya consolidado y además del consabido título de "mago del suspense" puede contársele como uno de los grandes maestros de la narrativa cinematográfica en los primeros tiempos del sonoro (la secuencia del restaurante de Inocencia y juventud, 1937, es una de esas proezas que garantizan la inmortalidad). De ahí la necesidad de revisar continuamente una etapa que hoy parece limitada al consumo de las ratitas de cinemateca. Ya desde la etapa muda destaca la importancia que Hitch concede al glamour de los actores. Es el que tenía Yvor Novello en El asesino de las viudas, o el de la actriz checa Annie Ondra en La muchacha de Londres (1929). Contrariamente a lo que se cree, Hitch no era aficionado a trabajar con actores desconocidos (si se exceptúa algún caso, que citaré más abajo). Silvia Sidney era ya una actriz consagrada cuando Hitch la utilizó en Sabotaje (1936); Nova Pilbeam, protagonista de Inocencia y juventud, era una gran favorita de los adolescentes británicos; también era conocida Margaret Lockwood, la decidida, impetuosa, un poco impertinente heroína de Alarma en el expreso (más adelante, Lockwood aumentaría su fama en los famosos melodramas de la Gainsborough, tipo Perfidia).
Las tres actrices están destinadas a encarnar prototipos que Hitch repetirá en su carrera americana; la heroína sufriente, obsesionada y a menudo perseguida (Sidney), la joven caprichosa, tocada por el bichito de la modernidad (Nova) y la aficionada a deshacer líos y entuertos, poniéndose en paridad al hombre, si no por encima de él (Lockwood).
También en los años treinta, aparece en la obra de Hitch el paradigma del glamour, encarnada en la rubia sofisticada. Ella es Madeleine Carroll, una rival en belleza de la inimitable Carole Lombard y una temprana premonición de lo que en los años cincuenta será Grace Kelly.
En Estados Unidos Hitch no se limitará a ampliar sus descubrimientos en el campo de la narrativa cinematográfica; retomará continuamente los prototipos citados, sin perder de vista que la industria americana está viviendo el último gran momento del star system. En este sentido no es de extrañar que, aun con todo su poder, se vea a veces obligado a recurrir a intérpretes inadecuados, pero que estaban bajo contrato con el estudio (esto es particularmente cierto en la época Warner, donde tiene que recurrir a actrices tan poco hitchcockianas como Jane Wyman, Ruth Roman y Anne Baxter). Lo disonante de estos nombres se nota más cuando pensamos en la absoluta adecuación de otros fetiches concertantes con el universo Hitch: Ingrid Bergman, Grace Kelly y Cary Grant, principalmente.
Como en el caso de todos los grandes creadores de la historia del cine, Hitch tuvo que luchar contra los intereses comerciales de las productoras, pero es curioso que ambas posturas coincidan en una misma necesidad de dorarle la píldora al público por medio del glamour. Aunque ya he señalado que no siempre fue así: el agobiante realismo de Falso culpable (1957)no se explicaría en estos términos. Tampoco la sensación de anonimato que despide esa deliciosa, poco reconocida comedia macabra que fue Pero ¿quién mató a Harry? (1955), cuyo reparto está compuesto por actores secundarios de la Paramount, incluida una Shirley Mac Laine en sus principios. Por una vez Hitch, la industria y el público no coincidieron, ya que el filme fue un fracaso en taquilla. Evidentemente,el collar de Grace Kelly y la galanura otoñal de Cary Grant seguían mandando.
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