El Síndrome del Barón Corvo
«Cierta superstición romana alega que la letra R ejerce una influencia indefinible sobre la elección, pues es la que más veces se repite en los apellidos de los Pontífices; superstición que avalaría hoy las candidaturas de Ratzinger, Ruini, Re, Rodríguez Maradiaga y... hasta de Rouco ROMA. Llamaremos Síndrome del Barón Corvo a esa obcecada manía, híbrida de esquizofrenia, delirio megalómano y mero diletantismo fantasioso, que perturba a una multitud creciente de individuos (teólogos traspillados, tertulianos morrocotudos y en general todo tipo de transeúntes de lo religioso) y que los hace creerse con potestad para asumir las facultades papales; o, al menos -en la variante menos morbosa del síndrome- para censurar las decisiones del Pontífice y enmendarle la plana. Para mejor entender la génesis de este síndrome, muy virulento y contagioso, quizá debiéramos familiarizar a nuestros lectores con la figura de William Frederick Rolfe (Londres, 1860-Venecia, 1913), autotitulado Barón Corvo. Aunque nacido en el seno de una familia anglicana, Rolfe siente desde joven una querencia irrefrenable hacia el catolicismo, en la que confluyen razones estéticas y espirituales; esta «vocación felina de singularidad» lo empuja a ingresar en un seminario, del que no tardará en ser apartado. La frustración que le ocasiona esta expulsión alimentará de rencor su futura obra, ferozmente sarcástica y altanera; también marcará el resto de su tortuosa existencia, signada por los estigmas del malditismo y la miseria. Para exorcizar el demonio que lo corroe, y también para ajustar cuentas con las jerarquías eclesiásticas que lo han condenado al ostracismo, el Barón Corvo escribe en 1904 una novela titulada «Adriano VII», rezumante de bilis y sarcasmos, en la que un trasunto demasiado evidente del autor, George Arthur Rose, también ha sido rechazado en sus aspiraciones sacerdotales y, veinte años después, sigue sin aceptar el veredicto adverso. «Adriano VII» constituye un verdadero ejercicio de terapia psiquiátrica. Un día cualquiera, Rose recibe la visita del cardenal Courtleigh, quien le propone rehabilitarlo de inmediato. Aunque es hombre envenenado por el resentimiento, Rose no ha abjurado de su fe: «Precisamente porque las personas en mi situación habitualmente han cometido apostasía, me abstengo de hacer lo que se espera de mí». El cardenal Courtleigh, convencido de que se ha cometido con Rose un enorme y casi irreparable agravio, lo ordena sacerdote, apenas unos pocos días antes de que fallezca León XIII. El Cónclave, que se rige por las ceremonias ordenadas en 1274 por Gregorio X, sirve al Barón Corvo para mojar su pluma en la ponzoña de la sátira: una vez tapiados y satisfechos en sus cómicos privilegios constitucionales, los conclavistas empiezan a maniobrar para obtener sufragios, prometiendo adhesiones que luego quebrantan. En el curso de las votaciones, un cardenal pierde el control de sus facultades directrices al comprobar que está a punto de lograr la más enorme de sus ambiciones y se vota a sí mismo, para completar la mayoría de dos tercios; pero se invalida su sufragio y su elección es anulada. Mientras describe las turbias maquinaciones de Sus Eminencias, el Barón Corvo desliza alguna erudición chocante: así, por ejemplo, nos enteramos de que cierta superstición romana alega que la letra R ejerce una influencia indefinible sobre la elección, pues es la que más veces se repite en los apellidos de los Pontífices; superstición que, de mantenerse vigente, avalaría hoy las candidaturas de Ratzinger, Ruini, Re, Rodríguez Maradiaga y... hasta de Rouco. Vía del Compromiso Los dos tercios preceptivos no se obtienen. Tras una semana de camarillas y descarríos, Sus Eminencias empiezan a sentirse hastiados. Se procede a la llamada Vía del Compromiso: el Sacro Colegio inviste a nueve cardenales compromisarios con poder y facultad omnímodos para proporcionar un pastor a la Iglesia; uno de ellos es Courtleigh. Pronto llegan a la convicción de que el Señor no está dispuesto a elegir un Vicario entre los miembros del Cónclave. Tras cuatro reuniones estériles, se celebra una asamblea capitular final; en ella, Courtleigh propone el nombre de Rose: «Si ese hombre ha perseverado durante veinte años, su vocación debe ser verdadera», alega. Se hace pública el Acta de Compromiso y George Arthur Rose, que se hará llamar Adriano VII, es proclamado Papa. Durante la ceremonia de adoración, Sus Eminencias besan, uno por uno, el pie, la mano y la mejilla de Rose; «su aliento de avutardas -escribe el Barón Corvo, en pleno éxtasis vengativo- le hizo sentir náuseas secretas». La escritura malévola del Barón Corvo no circunscribe sus invectivas al colegio cardenalicio; cuando se le presenta la oportunidad de juzgar el socialismo, afirma que «no es el grito de la pobreza oprimida, sino una suma de denuestos y refunfuños de la mediocridad llena de envidia y descontento, ansiosa de afectar unas apariencias prestadas y no propias, y de sumergirse en un lujo que no se había ganado con su esfuerzo personal». Mucho más divulgada que la novela del Barón Corvo, pero igualmente aquejada de su síndrome y muy exhaustiva en la descripción de las liturgias que envuelven la celebración de un Cónclave, resulta «Las sandalias del pescador», primera entrega de una trilogía vaticana urdida por el escritor australiano Morris West (1916-1999). Como curiosidad no exenta de estremecimiento poético, diremos que «Las sandalias del pescador» era el libro que el cardenal Wojtyla estaba leyendo cuando fue convocado a Roma, para participar en las deliberaciones que siguieron a la muerte de Juan Pablo I. West -quien antes de emprender su carrera como escritor de thrillers religiosos había merodeado la vocación monástica- inicia su narración cuando la Sede de San Pedro se halla vacante. Durante el período de novendiales, el camarlengo cardenal Rinaldi se reúne con su colega Leone, decano del Sacro Colegio y Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a quien West describe -diríase que estuviese ensayando la etopeya del cardenal Ratzinger- como un hombre de cabellos blancos y ojos pálidos que «se eriza ante todo lo que parecía desusado en la interpretación o la práctica de la doctrina». Un cardenal joven Ambos, Rinaldi y Leone, deciden proponer como candidato a un cardenal joven. El Cónclave se inicia con la misa del Espíritu Santo. El astuto Rinaldi ha encargado la homilía a un joven prelado ucraniano, Cirilo Lakota, líder de los católicos rutenos; su sobria elocuencia cautiva al colegio cardenalicio. Una larga cicatriz lívida condecora la mejilla derecha de Cirilo: es una de las muchas secuelas que pregonan su estancia de diecisiete años en una cárcel siberiana, donde los suplicios que le fueron infligidos «lo acercaron a la abjuración y la apostasía». Kamenev, su ensañado torturador, ha ido subiendo en el escalafón soviético, hasta suceder al padrecito Stalin. Al despedirse de Cirilo, Kamenev le lanzó este anatema: «No podrá olvidarme jamás. Adondequiera que usted vaya, estaré yo. Y dondequiera que usted llegue a ser, yo seré parte de usted». Para escapar a esta maldición, Cirilo ha aprendido a proyectar su espíritu torturado hacia los brazos del Todopoderoso. En la primera reunión del Cónclave, Leone propone la Vía de la Inspiración (hoy abolida, al igual que la antedicha Vía del Compromiso): cualquier conclavista estaba entonces legitimado para proponer públicamente al hombre que consideraba que debía ser elegido. «Como el primero de los Apóstoles -proclama Leone-, ha sufrido prisión y torturas por la fe, y la mano de Dios lo ha liberado del cautiverio para que se nos uniese en este Cónclave. Lo proclamo como mi candidato, y a él ofrezco mi voto y obediencia: Cirilo, cardenal Lakota». Los cardenales se incorporan de sus sitiales, tras un titubeo inicial, como un solo hombre, repitiendo esta proclamación. En «Las sandalias del pescador» y en «Adriano VII» nos tropezamos con dos muy evidentes paradigmas clínicos del síndrome del Barón Corvo: Rolfe y West hubiesen querido ser Papas; contrariados por el fatalismo que torció su designio, desahogaron su frustración escribiendo sendas novelas que les sirvieron de terapia y rectificación de su biografía. Mucho me temo que a los modernos pacientes de tan estrafalario síndrome que en estos días se dedican, en pleno delirio de futurología esquizofrénica, a anticipar la voluntad del próximo Pontífice, no los asista el talento que bendijo a sus ilustres antecesores.
Fuente: ABC
1 comentario
Javi -
Un par de comentarios sin orden ni criterio sobre este post que me ha gustado mucho:
La verdad es que el género ucrónico-vaticano de West es muy facil de leer. Dicho ésto, el único que es "razonable" y a medias es Las Sandalias del Pescador. (No sé si has leído Los Bufones de Dios, pero se mete en un berenjenal impresionante, alter ego de Ratzinger cardenal incluído; y algo parecido pasa con Lázaro)
Me ha gustado mucho la reflexión de quee el problema es que los dos autores quisieron ser papas y no lo fueron...Yo tengo aún esperanzas porque para ser Sumo Pontífice sólo hace falta ser católico,varón y justo...Yo creo que por ahí hay mucha gente a la que no le importaría ser Papa...
Siempre me he preguntado si el libro de Morris West tuvo algún tipo de efecto para la elección de Juan Pablo II.
Bueno, despues de estas incoherencias, decirte que me esta gustando tu blog (y sus fotos) y que lo meto en mis bookmarks.
Saludos,
Javi