Capítulo 2
-Siempre tan contradictoria. De niña, ya hacías acopio de la misma inexactitud entre palabras y actos.
Pero dejémonos de zarandajas. El tiempo apremia. Las hermanas estarán a punto de realizar sus labores y por tus cartas he sabido de tu estado de ánimo este último año.
-Sí, Marjorie, querida. Continúas igual de plausible cuando se trata de ir a la cuestión.
Cordelia se apresuró a sacar de su vestido una bolsa pequeña con remaches dorados que depositó encima de la mesa a la que se acercaron.
-Mi parte.
Marjorie ya había depositado allí un estuche brocado en plata. Ambas se miraron frente a frente, interrumpidas por el vaho que exhalaban. Aquel lugar traía recuerdos amargos, pero también muy gratos porque fue donde se conocieron hacía tantos años. La mayoría de las monjas que las había educado llevaban muertas mucho tiempo. El convento fue mermado por los servicios que muchas de ellas prestaron al ayudar durante la epidemia de cólera morbo en aquella parte de la región. Las que no fueron contagiadas y seguían allí, no sabían quienes eran estas dos mujeres. La Madre Superiora recibía una carta días antes que la notificaba la visita de dos damas, de las que desconocía el nombre. Contaba con dos siervas para la mayor discrección, la hermana portera y Sor Marciala, siempre presta, puesto que algún día quería elevar su rango, no a santa, sino a disponedora.
Cordelia dispuso de su mano enguantada para hacer sonar una campanilla depositada también en la mesa, momento en el que la liturgia de las horas pareció romperse porque enseguida asomó Sor Marciala, pendiente desde hacía rato del tilín que la hiciese cumplir sus ordenes de esa mañana: acudir a buscar a las damas, no saludarlas, recoger lo que ellas hubiesen depositado sobre la mesa y guiarlas hasta la iglesia por la parte de atrás.
-Si las señoras tienen a bien.
Atravesaron el claustro con fingida despreocupación y pasaron por una de las puertas que conducían directamente al coro.
Rezando, embelesadas y ajenas a todo lo mundano, una veintena de niñas miraba hacia el altar, preparándose para pasar un día más en el único lugar que habían visto en el mundo.
Cordelia y Marjorie ocuparon el lugar que les indicó sor Marciala, detrás de una reja.
-Esperen aquí.-
Y desde allí pudieron visionar el pobre paso de la monja dirijiéndose al grupo de bancos para tocar con una de sus escarchadas manos el hombro de una niña.
-No puede haber crecido tanto- susurró Marjorie
-Sí, es Paulette, sin duda- un surco de lágrimas se reprimía en los ojos de Cordelia.
Pero dejémonos de zarandajas. El tiempo apremia. Las hermanas estarán a punto de realizar sus labores y por tus cartas he sabido de tu estado de ánimo este último año.
-Sí, Marjorie, querida. Continúas igual de plausible cuando se trata de ir a la cuestión.
Cordelia se apresuró a sacar de su vestido una bolsa pequeña con remaches dorados que depositó encima de la mesa a la que se acercaron.
-Mi parte.
Marjorie ya había depositado allí un estuche brocado en plata. Ambas se miraron frente a frente, interrumpidas por el vaho que exhalaban. Aquel lugar traía recuerdos amargos, pero también muy gratos porque fue donde se conocieron hacía tantos años. La mayoría de las monjas que las había educado llevaban muertas mucho tiempo. El convento fue mermado por los servicios que muchas de ellas prestaron al ayudar durante la epidemia de cólera morbo en aquella parte de la región. Las que no fueron contagiadas y seguían allí, no sabían quienes eran estas dos mujeres. La Madre Superiora recibía una carta días antes que la notificaba la visita de dos damas, de las que desconocía el nombre. Contaba con dos siervas para la mayor discrección, la hermana portera y Sor Marciala, siempre presta, puesto que algún día quería elevar su rango, no a santa, sino a disponedora.
Cordelia dispuso de su mano enguantada para hacer sonar una campanilla depositada también en la mesa, momento en el que la liturgia de las horas pareció romperse porque enseguida asomó Sor Marciala, pendiente desde hacía rato del tilín que la hiciese cumplir sus ordenes de esa mañana: acudir a buscar a las damas, no saludarlas, recoger lo que ellas hubiesen depositado sobre la mesa y guiarlas hasta la iglesia por la parte de atrás.
-Si las señoras tienen a bien.
Atravesaron el claustro con fingida despreocupación y pasaron por una de las puertas que conducían directamente al coro.
Rezando, embelesadas y ajenas a todo lo mundano, una veintena de niñas miraba hacia el altar, preparándose para pasar un día más en el único lugar que habían visto en el mundo.
Cordelia y Marjorie ocuparon el lugar que les indicó sor Marciala, detrás de una reja.
-Esperen aquí.-
Y desde allí pudieron visionar el pobre paso de la monja dirijiéndose al grupo de bancos para tocar con una de sus escarchadas manos el hombro de una niña.
-No puede haber crecido tanto- susurró Marjorie
-Sí, es Paulette, sin duda- un surco de lágrimas se reprimía en los ojos de Cordelia.
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