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ladymarjorie

Capítulo 4

Cubierta por su velo, para no ser reconocida, tuvo un instante en el que sintió algo parecido al inicial ridículo que pasó en sus primeros tiempos como debutante; fue al abrir la puerta que comunicaba el claustro con el interior de la iglesia y un chirrido ensordecedor encendió la curiosidad en la mirada de todas las niñas hacia la entrada donde ella permanecía. No se amilanó. Ante las fruslerías, las tomaba como lo que eran, cosas sin verdadera importancia. Avanzó por la parte de atrás de las sillas y se hizo a un lado en un lugar lo suficientemente lejano, para enseguida sentarse mientras se persignaba. Todo a su alrededor no había cambiado, excepto el oficiante, ajeno a aquella visita extraña que las niñas perseguían perplejas y desconcentradas de sus oraciones.
La de Valbonne, no se movió un ápice de su sitio, acompañada de Paulette, a la que murmuraba algo por el asentir de la cabeza rubia de la niña. Sor Marciala había interceptado a Lady Marjorie con sorpresa y se dirigió rauda hacia ella.
-Señora...
-No me interrumpas ¿no ves que rezo?
-Pero señora, vuestra presencia aquí...
-Cómo el respeto no parece ser una de tus cualidades, te hago el encargo de decir a aquella mujer que acompaña a Paulette que se digne a visitarme aquí mismo cuando termine el oficio- y sacando de un bolsillo de su falda un pañuelo se lo entregó a la monja- Vamos, ¿a qué esperas?
Con el pañuelo en la mano, como si de un objeto peligroso se tratara, sor Marciala realizó el cometido, sólo entonces la de Valbonne, se volvió para sonreír a Marjorie y después dar instrucciones a la niña.
La misa estaba a punto de acabar, y cuando las niñas fueron ordenadas en fila para salir del recinto sagrado, Marjorie vio a Paulette con la mirada asustada, al lado de aquella mujer voluptuosa y sintió un sacrílego deseo de abofetearla , pero la de Valbonne, sin dejar de sonreír se acercó con su paso lento y ufano hasta donde se encontraba la mujer de verde.
-No preguntaré como has conseguido este pañuelo
-Vuestro esposo tiene el gusto de enviármelos de cuando en cuando allá donde yo esté.
-Deduzco que siempre sabe donde estás, como el cerdo a la trufa, ¿acaso mantenéis correspondencia?
-La de dos viejos amigos. Íntima, personal, no para ojos que escudriñan su escritorio y así sepan donde me encuentro en cada momento.
-Mis deberes de esposa implican el conocimiento de sus viejas amistades.
-¿Sabes la importancia de esa niña?
-Sé que te importa a ti, y eso me importa a mí.
-Aléjate lo más que puedas de ella si no quieres que algo malo te ocurra.
-Como sabes, no tengo hijos. No permito interfieran en la adopción de los pupilos que yo considere y elija.
- Por lo que comentan en Londres uno de vuestros pupilos no ha llegado aún a la edad de los favores que le dedicáis.
-Precisamente le estoy buscando una esposa, alguien lo más opuesto a lo que representas tú, por ejemplo.
-No estarás pensando en Paulette
-No te diré lo que estoy pensando- y sacando un diminuto reloj labrado con enroscadas cadambas, la de Valbonne, miró la hora y cerró la cajita que lo contenía. Un atisbo de atención a un posible retrato en el interior , despertó la curiosidad de Marjorie.
-Ahora si no es inconveniente, he de retirarme, sino recuerdo mal nuestra siguiente cita será en casa de Elenita de Parangón en Londres, sé que estamos invitadas, prometo que será un encuentro de lo más ameno, y en él haré un anuncio oficial.¿Estarás preparada?
Lady Marjorie se puso en pie y cogió de ambos brazos a su enemiga:
-Recuerda que morir joven da más invitados pesarosos en un entierro.
-¿Por qué dices eso?- dijo la otra, sin atisbo de temor.
-Si mueres de vieja, esos invitados se reducirán a la mitad porque habrán fallecido antes que tú, y la otra mitad, ya conocerán de la manera que eres, y ni siquiera acudirán.
- Me importan poco las lágrimas y las flores. Pero prometo antes de morir, que iré al tuyo encantada, bebida y vestida de rojo.
Un olor a chamusquina comenzaba a colarse por debajo de la puerta. Ambas se miraron, cuando empezó a aparecer humo. Lady Marjorie soltó los brazos de la de Valbonne y corrió a abrir la puerta. Un paisaje de niebla recorría todo el claustro. Y arriba, en las celdas, se distinguía fuego. Se apresuró a buscar con la mirada a las primeras niñas y monjas que salían tosiendo y corriendo por el patio. No vio a Paulette, pero una sonrisa se le iluminó en el rostro, cuando en su apretado puño notó, que a cambio de que la de Valbonne no le devolviera su pañuelo, había conseguido arrebatarle el pequeño reloj.

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