capítulo 5
La humedad de aquellos muros formaba caprichosas formas. El recuerdo
desordenado de Cordelia las databa y nombraba. Volver cada año a la
cita con Marjorie por ver un instante el mudado rostro de Paulette la
suponía lidiar duras batallas. Nunca miraba atrás, quizá más por
superstición que por miedo. Pero sí que había regresado a escenarios
ya estrenados. El convento era uno de ellos. Repitiendo a cada paso
escenas, diálogos y decorados que en otro tiempo casi la condujeron a
la muerte, las condujeron a la muerte. Marjorie entonces estaba a su
lado, como siempre. La persecución angustiante por aquel encapuchado
desconocido, que aún insistía en sus sueños, las dejó abrazadas al
badajo de La Colassette hasta que una de las monjas pudo liberarlas de
su escondite tras el terrible peligro del acechante asesino de Sor
Manolita de Sixdois, su amable profesora y amiga, pocos minutos antes
en el refectorio. Liberarlas de la falta de suelo y del intermitente
vacío, del oscilante paisaje que parecía querer acogerlas en cada
sacudida contra los bordes internos de la enorme campana, en cada
nube, en el humo, en las llamas… ¡Dios mío! Marjorie! Paulette!-
Repetía en mitad de un acceso de tos provocada por el asfixiante
ambiente, en tanto, desesperada, trataba de localizar una salida de la
tupida niebla. Sus ansiosas y suplicantes manos reconocieron la tabla
de su salvación, la rugosa superficie de los muros. Iba a apoyarse en
ella cuando recibió un terrible impacto en la espalda que la arrojó
sin piedad al suelo.
Mientras, refrescada por el ambiente húmedo de la mañana y sonriente
aún entre el trajín de monjas y niñas, La Baronesa de Valbonne buscaba
con avidez el objeto de su interés. Paulette ayudaba a una compañera a
la que milagrosamente sor Marciala acababa de dejar entre sus brazos
tras arrebatársela al dulzón insomnio de la venenosa combustión de
tantos siglos de Historia monacal.
-Paulette, preciosa mía. La reverenda madre te solicita
encarecidamente que me acompañes en el viaje que emprendo en este
instante.
-Pero, madame. Yo me debo a esta casa.
-Niña. Tú vas a empezar a deberte a ti misma desde el mismo momento en
que la abandones para seguirme. No perdamos tiempo, corderilla, el
mundo nos está nombrando.
-Pero, madame, qué vamos a hacer con Marguerita, replicó la niña
abrazándose a su compañera desvanecida.
-¡Dejar que siga durmiendo! ¡Vamos ya!
-¿Y mis pertenencias, madame?
-¿Así llamas a esos cuatro despojos con que te vistes?.¿ A la raída
cinta que enmarca tu cabello? ¡Tendrás ropas y joyas de reina! Pero,
sube. ¡Sube!
- Oui, madame.
¡Cordelia!¡Cordelia! ¿Estás bien? ¡A veces soy tan torpe, querida! ¡Lo
siento tanto! Nunca pensé que mis brazos albergaran tanta fuerza para
abrir esta puerta.
- Oh, Marjorie, salgamos de aquí, corremos peligro de dejar de
preocuparnos y dolernos si las llamas nos rodean.
- Sí, Cordelia, permite que te ayude a incorporarte. Busquemos también
a Paulette. No creo que las intenciones de la de Valbuene con
nuestra niña sean moderadamente buenas a juzgar por los últimos
escándalos de su marido con pequeños representantes del sexo débil.
Marjorie asió a Cordelia del brazo y la ayudó en su pesado caminar
hasta los huertos que rodeaban el convento.
-¡Miladys!- Exclamó apareciendo Sor Marciala-¡ la niña ha
desaparecido! Una de sus compañeras acaba de narrarme, atontada por el
humo, que subió al carruaje de la baronesa.
-¡Oh, Dios! ¡Hemos de seguirlas!
-No perdamos más tiempo sube en mi coche, es más ligero. Apuntó
resuelta Marjorie con una amargura no disimulada en el rostro. Que
Dios padre me perdone, pero antes de mi boda, juro que voy a
desgreñar a esa noble de pacotilla.
¡Sor Marciala, avise al cochero de esta dama para que nos siga, hemos
de emprender camino inmediatamente!
Por cierto, querida. ¿Te había comentado que estoy prometida?
-¡Claro que No!- Respondió Cordelia estupefacta.
-Pues sí. Ya ves. El mes que viene y en Rajaistarai. El pequeño
sultán va contraer matrimonio con una mujer que le dobla la edad, pero
ese es el deseo de su tío y tutor, que es el que cubre mis facturas
últimamente.
-Ya, respondió Cordelia que trataba de incorporarse del suelo, ya más
restablecida, aunque absolutamente despeinada y tiznada.
El ir y venir de las monjas, los campesinos que se habían ido
acercando por la persistente llamada de las campanas, los gritos de
las niñas, rota la monotonía y rutina del día, El caserón enorme
ardiendo en la cada vez más marcada lejanía. No había llegado el
mediodía y pareciera que habían vivido un año completo desde su
encuentro. El traqueteo de los caballos adormecía a una fatigada
Marjorie. Cordelia en tanto era incapaz de dejar de dar vueltas a una
sola idea. A pesar de los logros de su soledad, alejada habitualmente
de su más querida amiga, sentía que volvía a quedarse sola. La
inminente boda de Marjorie con el asiático sultán la alegraba en el
fondo. Pero siendo el tercer matrimonio de su hermana del alma,
lamentaba que no hubiera encontrado aún al hombre de su vida.
-¡Estupideces!- pronunció en voz baja, mientras Marjorie descansaba la
cabeza en su regazo.- Tampoco lo he encontrado yo a pesar de los
esfuerzos. No podemos perder de nuevo a la niña- musitó con voz queda.
Derrotada por el cansancio, Cordelia, se dejó envolver por el sueño.
desordenado de Cordelia las databa y nombraba. Volver cada año a la
cita con Marjorie por ver un instante el mudado rostro de Paulette la
suponía lidiar duras batallas. Nunca miraba atrás, quizá más por
superstición que por miedo. Pero sí que había regresado a escenarios
ya estrenados. El convento era uno de ellos. Repitiendo a cada paso
escenas, diálogos y decorados que en otro tiempo casi la condujeron a
la muerte, las condujeron a la muerte. Marjorie entonces estaba a su
lado, como siempre. La persecución angustiante por aquel encapuchado
desconocido, que aún insistía en sus sueños, las dejó abrazadas al
badajo de La Colassette hasta que una de las monjas pudo liberarlas de
su escondite tras el terrible peligro del acechante asesino de Sor
Manolita de Sixdois, su amable profesora y amiga, pocos minutos antes
en el refectorio. Liberarlas de la falta de suelo y del intermitente
vacío, del oscilante paisaje que parecía querer acogerlas en cada
sacudida contra los bordes internos de la enorme campana, en cada
nube, en el humo, en las llamas… ¡Dios mío! Marjorie! Paulette!-
Repetía en mitad de un acceso de tos provocada por el asfixiante
ambiente, en tanto, desesperada, trataba de localizar una salida de la
tupida niebla. Sus ansiosas y suplicantes manos reconocieron la tabla
de su salvación, la rugosa superficie de los muros. Iba a apoyarse en
ella cuando recibió un terrible impacto en la espalda que la arrojó
sin piedad al suelo.
Mientras, refrescada por el ambiente húmedo de la mañana y sonriente
aún entre el trajín de monjas y niñas, La Baronesa de Valbonne buscaba
con avidez el objeto de su interés. Paulette ayudaba a una compañera a
la que milagrosamente sor Marciala acababa de dejar entre sus brazos
tras arrebatársela al dulzón insomnio de la venenosa combustión de
tantos siglos de Historia monacal.
-Paulette, preciosa mía. La reverenda madre te solicita
encarecidamente que me acompañes en el viaje que emprendo en este
instante.
-Pero, madame. Yo me debo a esta casa.
-Niña. Tú vas a empezar a deberte a ti misma desde el mismo momento en
que la abandones para seguirme. No perdamos tiempo, corderilla, el
mundo nos está nombrando.
-Pero, madame, qué vamos a hacer con Marguerita, replicó la niña
abrazándose a su compañera desvanecida.
-¡Dejar que siga durmiendo! ¡Vamos ya!
-¿Y mis pertenencias, madame?
-¿Así llamas a esos cuatro despojos con que te vistes?.¿ A la raída
cinta que enmarca tu cabello? ¡Tendrás ropas y joyas de reina! Pero,
sube. ¡Sube!
- Oui, madame.
¡Cordelia!¡Cordelia! ¿Estás bien? ¡A veces soy tan torpe, querida! ¡Lo
siento tanto! Nunca pensé que mis brazos albergaran tanta fuerza para
abrir esta puerta.
- Oh, Marjorie, salgamos de aquí, corremos peligro de dejar de
preocuparnos y dolernos si las llamas nos rodean.
- Sí, Cordelia, permite que te ayude a incorporarte. Busquemos también
a Paulette. No creo que las intenciones de la de Valbuene con
nuestra niña sean moderadamente buenas a juzgar por los últimos
escándalos de su marido con pequeños representantes del sexo débil.
Marjorie asió a Cordelia del brazo y la ayudó en su pesado caminar
hasta los huertos que rodeaban el convento.
-¡Miladys!- Exclamó apareciendo Sor Marciala-¡ la niña ha
desaparecido! Una de sus compañeras acaba de narrarme, atontada por el
humo, que subió al carruaje de la baronesa.
-¡Oh, Dios! ¡Hemos de seguirlas!
-No perdamos más tiempo sube en mi coche, es más ligero. Apuntó
resuelta Marjorie con una amargura no disimulada en el rostro. Que
Dios padre me perdone, pero antes de mi boda, juro que voy a
desgreñar a esa noble de pacotilla.
¡Sor Marciala, avise al cochero de esta dama para que nos siga, hemos
de emprender camino inmediatamente!
Por cierto, querida. ¿Te había comentado que estoy prometida?
-¡Claro que No!- Respondió Cordelia estupefacta.
-Pues sí. Ya ves. El mes que viene y en Rajaistarai. El pequeño
sultán va contraer matrimonio con una mujer que le dobla la edad, pero
ese es el deseo de su tío y tutor, que es el que cubre mis facturas
últimamente.
-Ya, respondió Cordelia que trataba de incorporarse del suelo, ya más
restablecida, aunque absolutamente despeinada y tiznada.
El ir y venir de las monjas, los campesinos que se habían ido
acercando por la persistente llamada de las campanas, los gritos de
las niñas, rota la monotonía y rutina del día, El caserón enorme
ardiendo en la cada vez más marcada lejanía. No había llegado el
mediodía y pareciera que habían vivido un año completo desde su
encuentro. El traqueteo de los caballos adormecía a una fatigada
Marjorie. Cordelia en tanto era incapaz de dejar de dar vueltas a una
sola idea. A pesar de los logros de su soledad, alejada habitualmente
de su más querida amiga, sentía que volvía a quedarse sola. La
inminente boda de Marjorie con el asiático sultán la alegraba en el
fondo. Pero siendo el tercer matrimonio de su hermana del alma,
lamentaba que no hubiera encontrado aún al hombre de su vida.
-¡Estupideces!- pronunció en voz baja, mientras Marjorie descansaba la
cabeza en su regazo.- Tampoco lo he encontrado yo a pesar de los
esfuerzos. No podemos perder de nuevo a la niña- musitó con voz queda.
Derrotada por el cansancio, Cordelia, se dejó envolver por el sueño.
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